Opinión

La Cataluña del Dragón Khan

PARA MÍ EL TOPÓNIMO de Montjuic remite a la trayectoria de una rueda voladora que acabó encajada alrededor de mi cuello. La había lanzado al aire el choque de mi kart contra la protección del arcén, en la pista del hace tiempo desaparecido parque de atracciones de la montaña olímpica. Por suerte, aquel día en el que hice una anticipada exhibición infantil de mi futura impericia al volante, no había ni vídeos de primera y ni mucho menos youtube.

Este domingo por la mañana el proceso independentista catalán subió al castillo de Montjuic, bajo una combinación entre un nuevo capricho del calendario y la colosal ignorancia, en el mejor de los casos, del secretario de comunicación del PP, Pablo Casado.

Yo soy más bien del Tibidado, la montaña del otro parque de atracciones tradicional barcelonés, pues crecí en su falda, que subíamos en funicular o a pie en las recurrentes excursiones del colegio, que estaba debajo. Pero, más allá de la rueda voladora, Montjuic también era el escenario del espectáculo nocturno de las fuentes de colores y de las historias que me contaba mi abuela franquista sobre sus aventuras para llevarles comida y tratar de ayudar a los presos del bando insurrecto durante la Guerra Civil, alguno de los cuales fueron fusilados en un foso del interior de la fortaleza.

No me habló de una ejecución que se produjo hace 77 años, el 15 de octubre de 1940, en otro foso, el exterior, el de Santa Eulália. Fue el asesinato por la policía franquista, después una parodia de juicio, del presidente de la Generalitat, Lluís Companys, que había sido capturado en Bretaña por los nazis, que lo entregaron a su amigo de Ferrol.

Se ve que a Pablo Casado tampoco nadie le contó, ni tuvo el mínimo interés de enterarse por su cuenta, cómo concluyó la vida de este político de Esquerra Republicana de Cataluña, que no huyó a América a tiempo, antes de que Francia cayese bajo la bota de Hitler, por desconocer dónde estaba su hijo enfermo.

Que un portavoz del mayor partido político español, que lleva además años y años hablando de Catalunya, desconozca cómo murió Companys revela un olímpico desinterés por entender la realidad catalana y también muestra la inexistencia de un relato compartido, plural, de la historia de España, perspectiva ésta que nunca se tiene en cuenta cuando se denuncian los excesos en los que se puede caer al efectuar la narración desde el punto de vista de una determinada nacionalidad.

El lunes, cuando el video de las declaraciones de Casado corrió como la pólvora en Catalunya, los indepes sintieron que sufrían una nueva humillación, que no iba a estar acompañada de ninguna disculpa, dimisión o aclaración, en lo que acertaban plenamente. Casado insiste en que él se refería a los hechos del 6 de octubre de 1934, cuando Companys proclamó el Estado Catalán, dentro de la República Federal Española, por más que el diputado del PP le llame a esto independencia.

Fueron diez horas de soberanía, más bien de desastre y sin que la huelga general paralela que promovían los socialistas triunfase más que en Asturias. En el palau de la Generalitat Companys se rindió, lo que condujo a su encarcelamiento en la prisión gaditana del Puerto de Santa María. A esto se refería, en el mejor de los casos, Casado cuando advirtió que Puigdemont puede acabar igual. Sin embargo, como la vida de Companys terminó hace 77 años ante el pelotón de fusilamiento, la comparación resulta explosiva y lamentable.

Y ahora precisamente Puigdemont estará en el foso exterior del castillo. El homenaje llega justo cuando culmina esta fase de transitoria calma en la montaña rusa del procés, que ya no es como la vieja de Montjuic, sino como el Dragón Khan de Port Aventura.

El puente y la falta de sobresaltos desde que el miércoles el Gobierno empezó a activar el mecanismo de intervención de la Generalitat parecían haber rebajado ayer la tensión en una Barcelona en la que, en cualquier caso, sus principales espacios públicos están tomando por los turistas. Hay intelectuales catalanes que bromean con que son los visitantes los que deberían decidir el futuro de Cataluña, aunque quizá resultase complicado porque los hay que disfrutan tanto con el colorido de las banderas esteladas como con el de las rojigualdas.

La omnipresencia del procés, el eje de todas las conversaciones de las últimas semanas, parecía ceder un poco este sábado, en una especie de tregua ante el nuevo día clave del lunes, en el que a las 10 de la mañana termina el plazo para que Puigdemont le conteste a Rajoy si ha declarado la independencia, en simultáneo con la nueva comparecencia ante la Audiencia Nacional del jefe de los Mossos de Esquadra, Josep Lluís Trapero, y de los presidentes de las dos principales entidades independentistas, Jordi Sánchez y Jordi Cuxart.

Tras suspender el martes la declaración de independencia que no había llegado hacer, lo natural sería que Puigdemont insistiese en esa jugada, tal vez enviándole a Rajoy su discurso del Parlamento. Pero en el soberanismo ha vuelto a crecer la presión para que proclame ya la secesión. Supone el regreso al error de considerar que el 1-O no fue un medio, una extraordinaria demostración de fuerza social y de capacidad organizativa en demanda del derecho a la autodeterminación, sino un fin en sí mismo, como si, con todas sus limitaciones, se le pueda considerar una consulta válida.

Si Puigdemont sigue ese segundo camino, le pondría en bandeja a Rajoy la intervención de la Generalitat y el dar instrucciones a la fiscalía para ir a por todas contra Sánchez y Cuixart. Se entraría en una fase inflamable en la que incluso a la cívica Cataluña le costaría no sufrir un estallido social.

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