Opinión

La Generalitat, malherida

NO HAY UN SOLO país que pueda respetar el resultado de este simulacro de referéndum que pasará a la historia de Cataluña como una página negra. Con un agravante que permanecerá para siempre en la biografía de Puigdemont: con él al frente, el gobierno catalán ha perdido su credibilidad, su respetabilidad, su prestigio. Puigdemont ha mentido sistemáticamente para vender su producto como si se tratara de un proyecto seriamente respaldado y que cumplía con todos los requisitos para ponerlo en marcha, y ha celebrado una especie de votación que no daría por buena ni una asamblea de universidad, con normas cambiadas al tiempo de abrir las urnas, y sin ninguna de las condiciones que avalan que una consulta se ha celebrado con todas las garantías.

Vergüenza habría sido para la Policía y Guardia Civil no intervenir ante un acto de sedición de la magnitud del que preparó Puigdemont

Lo ocurrido este domingo ha sido una farsa de tal categoría –incluidas la difusión de fotografías de heridos que corresponden a incidentes de hace años– que es imposible que nadie riguroso pueda confiar en Puigdemont o en cualquiera de sus colaboradores. Pero hay algo aún más grave: Su irresponsabilidad como gobernante ha dejado malherida la propia imagen de la Generalitat. Palabras mayores, porque por encima de las ambiciones políticas de cada uno hay que salvar, siempre, la credibilidad de la institución que representan. Los jueces decidirán qué delitos ha cometido Puigdemont según el código penal, pero, de entre todos ellos, destaca el daño irremediable que ha hecho a Cataluña, a los catalanes, y a la Generalitat.

Visto lo visto, vivido lo vivido, habría que preguntarse sobre quién o quienes pueden ser, en el futuro inmediato, interlocutores entre el gobierno español y la Generalitat, entre el Estado y Cataluña.

A todo el mundo se le ha llenado la boca hablando de diálogo, pero visto lo visto este 1 de octubre, vivido lo vivido, es evidente que una posible negociación es hoy inviable.

Rajoy no puede negociar con quien se ha saltado todas las normas de la democracia; Puigdemont, inmerso desde hace meses en una dinámica endiablada, solo mira por los ojos del rencor, la agresividad y la mentira. Ha recibido la humillación más grave que puede sufrir un dirigente político con ínfulas de hombre de Estado: Se ha visto obligado a celebrar su referéndum ilegal con un vergonzoso censo universal para que pueda votar todo el mundo, incluido él mismo, en mesas formadas por independentistas; con urnas transportadas por particulares sin ninguna garantía, papeletas fotocopiadas y sin sobre, anotaciones a mano de los participantes sin control sobre si han votado previamente, con observadores internacionales no homologados por ninguna institución solvente, y en un clima electoral de confrontación social que, desgraciadamente, se ha convertido en el elemento más preocupante de esta maniobra demencial.

Puigdemont ha pronunciado la palabra vergüenza para calificar la actuación de Guardia Civil y Policía. Lo que produce vergüenza es que un presidente democrático haya actuado al margen de la ley, organizado un referéndum en condiciones que ni siquiera se atreverían a avalar las dictaduras más recalcitrantes y, además, haya ordenado a sus fuerzas de seguridad que no intervengan más que para proteger a los independentistas. Vergüenza habría sido para la Policía y Guardia Civil no intervenir ante un acto de sedición de la magnitud del que preparó Puigdemont, y las imágenes son claras aunque Puigdemont, Colau y compañía hayan expresado su indignación por la actuación policial. Han respondido a las agresiones, y lo han hecho con bastante más prudencia que policías de otros países que el presidente catalán y la alcaldesa consideran ejemplares. Lo que no puede admitir un gobierno democrático, ninguno, es perder la autoridad. No podía quedarse de brazos cruzados contra una iniciativa que rompe España, hiere su Constitución y no acepta a quienes no comparten su criterio.

No podía permitir que Puigdemont y su Corte –o cohorte– ganaran esta guerra.

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