Opinión

Pantalones cortos

CUANDO LAS chicas empezaron a ponerse pantalones cortos y les llamamos shorts porque era más chic (y más corto) nos las prometíamos muy felices. No me lleve la contraria: si digo que nos las prometíamos muy felices no hay porque discutir, ni es necesario justificarlo. Usted limítese a leer y deje de interrumpirme.

Los varones siempre fuimos unos privilegiados. No solo inventamos el machismo, sino que lo desarrollamos y lo perfeccionamos a lo largo de la historia. Y en la ropa se reflejaba desde antiguo: mientras los guerreros griegos y algunos emperadores romanos podían usar unas falditas cortas (tipo las actuales minifaldas), las mujeres solo podían usar vestidos hasta los pies. Hiciera el calor que hiciera. Pero llegaron los 60s. No sólo aparecieron los minishorts para chica, sino que la diseñadora inglesa Mary Quaint popularizó el uso de la minifalda y entonces a nosotros, muertos de envidia, se nos dio por empezar a usar pantalones cortos. Esto no se hacía en Europa antes: solo los niños usaban pantalón corto, que sustituían por el largo cuando llegaban a la adolescencia. Incluso en climas cálidos, los adultos tenían que cocerse con los pantalones largos para no parecer inmaduros o hacer el ridículo. La cosa empezó a cambiar en lugares de clima tropical. Igualmente, las mujeres comenzaron a ponerse los pantalones de su marido cuando tuvieron que ocupar las fábricas durante la II Guerra Mundial y fue en los 60s cuando tuvieron pantalones largos fabricados expresamente para ellas. Da la impresión que casi todo pasó en los 60s, y así fue.

Es una suerte que los pantalones cortos no vulneren ninguna convención social, ni nadie te mire mal por la calle (a algunos no nos mira nadie, ni bien ni mal), ni resulte extravagante volver a vestirse como cuando éramos críos. Es una suerte porque los pantalones cortos son lo más cómodo que hay para transitar la canícula. Es verdad que no todo el mundo los usa, hay que respetar. Si hay gente tan gilipollas que no quiere usarlos, por lo que sea, hay que respetarla.

¿Qué siente uno cuando se pone un pantalón corto y sale a la calle de esa guisa, aunque tenga edad para tener nietos, o vaya incluso a recogerlos para llevarlos de paseo? Fresco, eso es lo que siente. Y es fundamental. A ver quien se pone a enseñar las canillas a ciertas alturas de la vida si no es a cambio de un poco de frescor.

Tenía un compañero de trabajo, bastante mayor que yo (y eso que yo era ya mayor mientras era pequeño) que venía vestido de pantalón corto al llegar Mayo. Tenía piernas de futbolista y los compañeros nos dedicamos a mirarlo con condescendencia, perdonándole la vida. Muertos de envidia. Las compañeras no sé cómo lo miraban, pero también lo hacían. Al poco tiempo nos fuimos sumando otros a su audacia y pronto los que persistían en el pantalón largo eran catalogados de raritos.

Luego está la primera vez que recuerdo que un pantalón corto interfiriese en mi vida fue durante la vieja egebé. Y no fue uno sino varios. Las chavalas de clase, no recuerdo el curso, aparecieron en clase de gimnasia (no se había inventado aún la educación física) vestidas con pololos. Los ojos nos hacían chiribitas. Aunque recuerdo que me dejó más extasiado el nombre pololo. ¿Existe vocablo más maravilloso para una prenda de vestir? Era simplemente un pantalón de deporte con gomas a medio muslo y en la cintura, pero tenía un nombre sonoro, de príncipe de los pantalones. Y casi lo dejamos aquí, porque lo de los pololos es insuperable.

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