Opinión

Fútbol

HE ESCUCHADO a mucha gente echar pestes del fútbol. Se habla de él como del nuevo opio del pueblo capaz de atontar a las masas. También se le reprocha su condición de negocio millonario al margen de la vida real, de universo poblado por seres musculosos y ricos que son un mal ejemplo para los niños por su comportamiento egocéntrico y su escaso interés por los simples mortales. No siempre fue así: los galácticos son un invento reciente.

El padre de mi amigo Alfonso, el gran Eulogio Gárate, iba en metro a sus entrenamientos con el Atlético de Madrid, y al dejar la vida deportiva se convirtió en un trabajador como cualquier otro y un anónimo padre de familia. El mundo cambia y también el fútbol. Ahora muchos aseguran que no queda nada de noble ni de bueno en ese numerazo de veintidós señores en pantalón corto corriendo que se las pelan en pos del balón mientras su cuenta corriente aumenta con una rapidez insultante para el poseedor de una nómina.

Sin embargo, esta semana vi una escena curiosa que hizo que me replantease tanto cinismo. Sucedió el miércoles en que el Real Madrid empezaba a jugarse la Liga: desde la calle, a través de las cristaleras de un bar, un sin techo veía el partido con el Celta. Aquel hombre, que no se había lavado en varios días y llevaba sus pertenencias en una bolsa de tela, seguía el juego con fruición y una chispa de interés en los ojos vacíos. Y me di cuenta de que, en ese momento, un tipo que no tenía prácticamente nada conservaba el interés rendido por un juego, la curiosidad por un espectáculo, el hambre de fútbol. Y pensé entonces que algo capaz de sacar de su apatía –tal vez de su tristeza- a alguien maltratado por la vida, no puede ser tan malo.

Cuando me alejaba, el Madrid marcó el cuarto gol y escuché un grito: el hombre, desde la calle, lo celebraba con los brazos en alto. Quizá no podía recordar la última vez que había estado contento. O, a lo mejor, la última vez que había sido feliz fue durante otra tarde de fútbol. 

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