Opinión

Insomnio y mala milk

EN ALGUNAS de mis incontables noche de insomnio veraniego me descubro atribuyéndole propiedades casi mágicas al pantalón corto de pijama que llevo puesto. Suele pertenecer a una dinastía ya extinta de pantalones cortos, restos de una época en que las prendas de vestir tenían y conferían personalidad, hoy revocada por obra y gracia de Inditex y otras alegorías vivas de la vulgaridad globalizadora.

En tales noches adquiero la súbita certeza de que es el pantalón corto lo que me impide conciliar el sueño. Es demasiado ceñido o excesivamente holgado. O bien su textura resulta incompatible con la comodidad. La idea llega a obsesionarme de tal modo que a punto estoy de despojarme de la prenda para deshacerme de su nociva influencia. Un instinto ancestral de algo a medio camino entre el pudor y la gilipollez me impide hacerlo.

En realidad todo forma parte de un plan diseñado por mi propia mente de mayorista de ideas disparatadas con el fin de procurarme un agotamiento psicológico que conduzca irremediablemente al sopor y después al sueño. La estratagema falla estrepitosamente y el asombro que me produce su fracaso me espabila aún más. Se apodera de mi el deseo de ser otra vez fumador y levantarme a echar un pitillo. Cuanto estoy notando las primeras punzadas de la frustración, recuerdo que en realidad soy fumador. Fumo purtios Café Creme y Panther, dos marcas que bien podrían patrocinar este desvarío. Restablecida la opción de entregarme al tabaquismo, hay que salvar el escollo de una potencial normativa que me impida fumar en mi propio domicilio. Repaso cuidadosamente la legislación pertinente en cuestión de segundo y medio y concluyo que dentro de mi casa voy a hacer lo que me salga de donde ustedes están pensando, ya que comienzo a atravesar una fase de pensamiento soez, sin duda fruto de la falta de descanso. Lo siguiente que hago es cagarme en todos los muertos de todos los ministros de Sanidad presentes y pasados, de sus secretarios y subsecretarios a los que hago responsables de actuar como meros peones de poderosas multinacionales farmacéuticas y a los que haría perecer con mis propias manos en caso de tenerlos delante; de uno en uno, eso sí. No sirve de nada, pero alivia. Siempre hay que tener alguien a mano de quien despotricar a gusto. De hecho, es la función principal de los políticos a los que llevamos nueve meses observando como juegan al escondite.

Luego me paso veinte minutos acechando lo ruidos del edificio. Aguzo el oído en busca de señales de otros insomnes con los que confratenizar aunque sea telepáticamente. Nada. No se oye el ascensor, ni las cañerías. Ni una tos, ni un grito ahogado. Eso me aterroriza en lugar de tranquilizarme. Concluyo que tanta paz tiene que deberse al período vacacional mientras intento poner cara de Sherlock Holmes en la oscuridad de mi lecho. Como nunca he visto a Sherlock en tal tesitura, hago un mueca rara. Aprovecho para intentar descifrar otros dilemas de mi vida, pero son demasiado espesos, y aún más en mitad de la noche. Resuelvo poner la mente en blanco, cometido que realizo con sospechosa destreza.

Finalmente me levanto a pasear por el piso como una especie de Napoleón semidesnudo recluido en una celda de caprichosas dimensiones. Visito la nevera intentando hacer surgir de mis entrañas algo parecido al apetito y acabo bebiendo un vaso de agua sin ganas, solo por diluir la mala leche.

Lo último que se me ocurre, abandonada la esperanza de hallar un atajo que conduzca a una forma reflexiva del verbo dormir, es escribir la pieza del próximo martes. Ya ustedes ven.

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