Opinión

La participación

LA PARTICIPACIÓN, esa gran directriz política de la arquitectura constitucional del Estado social y democrático de Derecho esculpida en el artículo 9.2 de la Constitución, consecuencia del pluralismo, valor superior del Ordenamiento jurídico según el artículo 1 de nuestra Carta Magna, ha sido entendida esencialmente a través de la dimensión política, especialmente en lo que se refiere a la participación electoral en toda clase de comicios y convocatorias de esta naturaleza. Sin embargo, sabemos que la participación, que es la gran señal de identidad de un Estado calificado de democrático, todavía, aunque nos pese, es una asignatura pendiente en asuntos tan relevantes como las políticas públicas, el proceso de elaboración de las normas legislativas, el funcionamiento de los servicios públicos o la presencia ciudadana en todas cuantas instituciones realicen actividades que incidan en la calidad de vida de las personas.

A pesar de la letra y de la interpretación del artículo 9.2 de la Constitución española de 1978, que manda a los Poderes públicos facilitar la participación de los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social, la realidad, se puede percibir y registrar cotidianamente, es la ausencia, en términos generales, de la ciudadanía en los asuntos más relevantes de la vida política, económica, cultural y social. La razón es bien clara: el interés general ha sido objeto de apropiación creciente por el tecnosistema, que ha configurado un entramado impermeable a la vitalidad de lo real, aislando a los ciudadanos a cuestiones puramente individuales. Y, por otra parte, la representación parlamentaria asume un monopolio que ni de hecho ni de derecho le pertenece,

La persona se constituye en centro de la acción pública. No la persona genérica o una universal naturaleza humana, sino la persona concreta, cada individuo, revestido de sus peculiaridades irreductibles, de sus coordenadas vitales, existenciales, que lo convierten en algo irrepetible e intransferible, precisamente en persona.

En efecto, cada persona es sujeto de una dignidad inalienable que se traduce en derechos también inalienables, los derechos humanos, que han ocupado, cada vez con mayor intensidad y extensión, la atención de la política democrática de cualquier signo en todo el mundo. En este contexto es donde se alumbran las nuevas políticas públicas que pretenden significar que es en la persona singular en donde se pone el foco de la atención pública. Cada mujer y cada hombre son, deberían ser, el centro de la acción pública. Y en el campo de los derechos fundamentales de la persona, nombre con el que se denominan los derechos humanos al interior de los Estados, hoy cobra especial fuerza la perspectiva participativa, también como derecho componente del derecho fundamental a la buena administración pública. Un derecho, por cierto, que debiera incluirse también en el listado de los derechos fundamentales de nuestra Carta Magna.

La ausencia de la persona, del ciudadano, de las políticas públicas de este tiempo, explica también que a pesar de la existencia de tantas normas promotoras de esquemas de participación, ésta se haya reducido a un recurso retórico, demagógico, sin vida, sin presencia real, pues la legislación no produce mecánica y automáticamente la participación que, en todo caso, será consecuencia de temple cívico y de la educación democrática de la ciudadanía.

La participación la entendemos no sólo como un objetivo que debe conseguirse: mayores posibilidades de participación de los ciudadanos en la cosa pública, mayores cotas de participación de hecho, libremente asumida, en los asuntos públicos. La participación significa también un método de trabajo social que aspira a que en el corazón de las políticas públicas, en su definición, análisis, implementación y evaluación, este presente la ciudadanía.

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