Opinión

Lo que la droga se llevó

MONTIRÓN ES MI barrio desde siempre. Pese a que ya no vivo allí desde hace más de 20 años me unen a él vínculos muy poderosos: mis padres; mis amigos de toda la vida, algunos de los cuales tampoco residen allí, pero que también lo utilizan como una especie de campo base; la gente que ha llegado más recientemente; las carballeiras, con sus senderos ocultos y sus árboles con nombre; la tierra; los vecinos que me siguen llamando Inacito -así, sin g-... Tengo amigos que son como hermanos, con los que me he criado, peleado, reído, llorado, amado... y existe entre nosotros una especie de conexión mística que hace que estemos juntos cuando más nos necesitamos.


Por eso Montirón está definitivamente ligado a mi memoria, con sus buenos y malos recuerdos. Hoy toca hablar de uno de estos últimos; de un viaje al infierno que se llevó por delante parte de una generación de jóvenes, un poco mayores que yo, por culpa de la droga [Evoco mis recuerdos de entonces para ponerles en situación].


A principios de los años 80, España era un país convulso por la precariedad de la economía, la falta de servicios sociales y sanitarios -era una odisea ir al médico al único ambulatorio de la ciudad, situado en la plaza del Ferrol, en donde uno tenía que esperar de forma inmisericorde horas y horas-, los atentados de Eta casi a diario... pero a los niños y jóvenes, ajenos a la oscura realidad del país, se nos veía felices. Las recetas eran sencillas: poca tele y mucha calle, nula sobreprotección paterna, juguetes limitados, escaso dinero y abundante sitio en donde jugar con los amigos.

EL OCASO. El Sol se puso un día de estío -de aquellos veranos interminables, cuando la única responsabilidad era ver la vida pasar-. La revolución llegó al barrio con la llegada de un grupo de hippies, uno de los cuales era el primo de un vecino nuestro. Dormían todos juntos en una tienda de campaña, ¡y dos eran chicas!, no tenían horario, bebían y fum aban mientras uno de ellos cantaba ‘Al alba’ acompañado por su guitarra; fumaban porros, una especie de cigarros malolientes que provocaban una tremenda humareda, ante la atenta mirada de todos.


Ese instante marcó un punto de inflexión, como si la veda se hubiese abierto, y los chicos dos o tres años mayores que yo se apuntaron a la moda de las tiendas de campaña, las chicas sin sujetador, las motos y ¡cómo no!, los porros. En el barrio ya no todos jugábamos juntos al escondite, al clavo o a ‘churra monta en la burra’; algunos se fueron apartando para vivir su particular ‘vida loca’ ante la envidia del resto. En los años posteriores el consumo de hachís ya se generalizó en el barrio -¿quién no se fumó un ‘peta’ alguna vez?- y lo habitual era ‘ir a pillar’ las 500 o 1.000 pesetas de costo. Siempre me he preguntado el porqué algunos fueron más allá -sobre todo nuestros hermanos inmediatamente mayores, como apunté antes- y otros nos quedamos ahí. ¿Estaría predeterminado el destino de algunos de nosotros?


A mediados de los 80, España era un hervidero de tribus sociales -rockeros, punkis, mods, pijos, pacifistas...-, acaso empujado por la ‘movida’ madrileña, una especie de entelequia que permitió a muchas personas desfasarse con la venia de la sociedad. Fue una etapa de profundos cambios sociales y económicos propiciada por la llegada al Gobierno del PSOE, de la apertura definitiva hacia el mundo -entrada en la Otan y en la CEE-; hubo tanto aperturismo que inclusó nos visitó el cometa Halley en 1986.

Chicos jóvenes, fuertes y humildes ahora convertidos en los guiñapos de la sociedad, en los renglones torcidos de Dios por culpa de la heroína

En Montirón la vida transcurría igual para casi todos, salvo que ahora les tocaba a los más pequeños ser los baluartes del barrio mientras nosotros quemábamos el exceso de testosterona en Studio 3. Los otros, aquellos que ya sabían que el hachís y la marihuana no eran la ultima estación, habían pasado por la mili -la puta mili. Jamás entenderé cómo se mantuvo ese anacrónico servicio a la patria hasta la llegada de Aznar al poder- y regresado al nido. Pero ya no eran los mismos. Taciturnos e irascibles, iban a mucha más velocidad, apenas paraban en casa -de hecho, estaban casi siempre en la entonces plaza de España- y no se cansaban de escuchar música horripilante -Los Chichos, Los Chunguitos, Lole y Manuel...-. No tardaron en aparecer las detenciones de nuestros amigos por pequeños hurtos cometidos en coches, quioscos o farmacias y alguno de ellos tuvo que purgar sus penas en la cárcel.


¿Qué les había ocurrido a aquellos muchachos, parte de nuestra sangre, para caer en ese submundo, en la noche perpetua? La heroína, la maldita heroína, les había cambiado el carácter tanto que parecían otras personas. Algunos hemos tenido la gran desgracia de haber vivido instantes horribles a su lado -tiritonas, vómitos, historias horrorosas de ajustes de cuentas y sobredosis, de chutes y de buscarse la vida...- y la gran fortuna de hacerlo en tercera persona, es decir, no ser los protagonistas principales de dichos sucesos.


Chicos jóvenes, fuertes y humildes ahora convertidos en seres envilecidos y degradados, en los guiñapos de la sociedad. Los que todos despreciaban; los que atestaban las prisiones; los que consumían la porquería que enriqueció a otros durante largos años, hasta que un tal juez Garzón decidió intervenir en el tráfico de drogas -que se había convertido en un maná, especialmente en la costa gallega-, satisfaciendo así las demandas de ciertos grupos de madres, fundamentalmente, que se habían organizado por su cuenta para luchar contra esa lacra; los que rompieron sus vínculos familiares y/o afectivos por el ‘caballo’ -siempre recuerdo la frase que me dijo un gran amigo mío: «tío, el peor chute es mejor que el más placentero de los polvos que hayas echado»-; en fin, los renglones torcidos de Dios, como en la novela de Torcuato Luca de Tena.


Las familias de los drogadictos, amén del sufrimiento implícito, tuvieron que soportar muy a menudo el estigma social, como si tener una hija o un hijo ‘enganchado’ fuese por culpa de la mala educación. Craso error, pues cayeron de todas las etnias y clases sociales. La sociedad tardó en comprender que eran enfermos y que había que tratarlos como tal, no como a delincuentes comunes.


EL ORTO.
El Sol salió de nuevo en Montirón. El apoyo familiar y de los amigos resultó crucial para que los chicos intentasen rehacer sus vidas; algunos fueron a centros de desintoxicación -yo visité a uno en Tomiño y fue un auténtico placer contemplar cómo su ánimo se había serenado; lucía mejor aspecto físico e incluso jugó un partido de fútbol con el resto de internos- y otros optaron por la tranquilidad del propio hogar, con el apoyo de médicos y psicólogos, especialmente de la Cruz Roja, cuya labor en aquellos años fue encomiable.


No todos consiguieron en ese momento- principios de los 90- liberarse de la heroína para siempre y recayeron, pero ellos y sus familias se volvían a levantar de nuevo para caerse nuevamente y así una y otra vez, hasta que se salía de las tinieblas. Aun así, la catarsis fue llegando a sus vidas, aunque la tentación y el consiguinte riesgo de recaída en las drogas ya no les abandonaría nunca. Además, algunos de ellos -una vez más el halo del destino; ¿por qué no todos?, ¿por qué sí alguno?- habían contraído enfermedades terribles vinculadas al consumo de heroína -en los años 80 los drogadictos se intercambiaban las jeringuillas entre ellos, básicamente por desconocimiento -: hepatitis de varios tipos, cirrosis, sida, algún tipo de cáncer infrecuente...


En los años siguientes los fuimos enterrando a casi todos, bien por sobredosis bien por enfermedad. Las familias de estos muchachos se ganaron a pulso el reino de los cielos por su abnegación y entrega sin límite; por estar ahí cuando se les necesitó, sufriendo en silencio aunque manteniendo la entereza. Son el lado hermoso de esta gran tragedia.


Montirón nunca se repondrá del todo de lo que la droga se llevó, una generación de jóvenes, la generación perdida de los años 80. En la memoria colectiva queda el recuerdo de todos ellos jugando en el parvulario de la señorita Carmiña, escapando de la Concha en el jardín o haciendo cabañas en las carballeiras puesto que... Montirón será su barrio para siempre.

[Epílogo: Montirón es una metáfora en la que se podría mirar cualquier otro lugar de España en los años 80/90].

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