Opinión

Vacaciones y emociones

EL PRIMER día de vacaciones es el acontecimiento más sobrevalorado de la historia de la humanidad desde que existen las vacaciones. Te levantas con unas legañas como percebes y una perfecta sonrisa de gilipollas, aunque también pudiera ser una sonrisa de perfecto gilipollas. Te dices: hoy es el primer día del resto de mi vida. Porque has oído en algún sitio esa estupidez y no estás para pensar en las tuyas propias. Te vas al baño a trompicones, te miras la cara en el espejo y deseas regresar al día anterior, como Bill Murray en «El día de la marmota». Pones I got you babe, a ver qué pasa. Pero lo que pasa es un tipo con resaca por haber dormido demasiado, todo el día por delante y nada que hacer con él.

Las vacaciones remuneradas fueron un invento del Frente Popular francés en 1936. Por si pensaban que había sido la derecha. Yo ya sospechaba que no, un sexto sentido que tengo. En 1948 se incluyó el derecho a las vacaciones en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sí, el mismo texto que dice que tenemos derecho a una vivienda digna, y de derecho al trabajo...

Luego están los japoneses: los obligan a cogerse 5 días al menos al año. Un país en el que tienes que obligar a la gente a eso tiene que ser muy recomendable como destino turístico.

Estar de vacaciones es una emoción de tercera regional comparada con la emoción de las vísperas de vacaciones. Y así, todo en la vida. Esa euforia «pre», que dispara las endorfinas y las copas de cava, con brindis en comidas que parecen del fin del mundo. Y por el contrario, esa atonía «post», resumida en un desayuno que engulles sin hambre, mientras te hurgas la nariz porque no puedes hurgarte el alma.

Dudas entre vestirte, seguir en pijama o ponerte algo encima del pijama. Ir a la ducha o meterte en cama. Poner la radio o encender la tele. Bajar a por prensa o leerla en internet. Al final resulta que llevas quince minutos despierto y estás agotado. Y hasta las narices de las vacaciones.

Coges un libro pero no te enteras de nada. Tocan el timbre y es un tipo con propaganda. Quieres cagarte en sus familiares fallecidos, los de las tres últimas generaciones, pero le abres la puerta porque está trabajando. Tú estás de vacaciones, aunque sea hasta los huevos, y hay gente por ahí que consigue que su vida siga teniendo sentido. Y sensibilidad. Porque el tío te da las gracias casi llorando y te confiesa que llevaba diez portales sin que nadie le abriese, que ni que todo el mundo se hubiese largado de vacaciones. Le dices, sí, sí, y preguntas de qué es la propaganda. De locales de ocio te dice, y notas en la última sílaba una esquirla de venganza. Pero es que estás más paranoico que una mona. Una mona paranoica y de vacaciones.

Te vuelves al sofá y piensas en las cosas que querías hacer. Todo aquello para lo que no encontrabas tiempo y que ahora te provoca un vahído sólo pensar en ponerte con ello: arreglar el armario, ordenar los cajones, recolocar las botellas, limpiar la nevera, fregar el lavadero, ordernar la estantería. Te tomas un par de aspirinas. Socorro, piensas mientras vuelves a poner ‘I got you babe’ y cara de Bill Murray.

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