Jesucristo y la TDT

La Semana Santa, como la Navidad o las fiestas señaladas siempre nos traen imágenes del pasado, nos retrotraen a un tiempo que queda almacenado en la memoria y nos deja incrustada una serie de sensaciones, de impresiones, incluso de olores, sabores y climas, músicas, estampas, recuerdos. Todo lo que acostumbramos a meter en un sólo saco cuyo nombre es simple: nostalgia. Yo vengo de un tiempo en el que la Semana Santa era puro dominio religioso, que ordenaba el cierre de salas de diversión, la radio sólo emitía música clásica (para nosotros era sinónimo de aburrimiento, iglesias cirios y un coñazo eclesiástico; tuvieron que pasar años y vencer prejuicios para que pudiéramos amar a Bach o a Haendel, una lástima) y los cines rescataban para sus carteleras películas de romanos en general y de santos y cristianos, en particular. Era una vía de escape aceptada, porque de la necesidad hacíamos elementos de supervivencia, y si el tiempo ayudaba, en esas semanas santas casi veraniegas, podíamos aprovechar las vacaciones para desparramarnos por campos o playas; pero si todavía el invierno daba sus últimos coletazos, no quedaba más remedio que acogerse al cine de romanos y a las procesiones. Porque, recuerden, estoy hablando de un tiempo en el que vacaciones no era sinónimo de viaje y turismo. La semana de mis tiempos (que puede que sean los suyos o puede que no) era un aburrimiento, incluso para las personas piadosas, que acudían a las procesiones porque no había otro sitio a donde ir. Las imágenes salían de las iglesias y ocupaban la calle, en el mismo espectáculo repetido desde la Edad Media, en esa escenificación que ya es tradición, más cercana al folklore y a las costumbres exóticas de la 2 de TVE en hora de siesta. Pensemos por un momento que estamos contemplando la procesión de la Burrita, los desfiles de Cristos con todas sus variaciones (en la cruz, en el féretro, atado a la columna) y Vírgenes de todos los nombres, llorando en diferentes ocasiones procesionales, no con los ojos del niño que fuimos educados en esa tradición, sino como un turista que cae por aquí con una cámara. Probablemente nos sorprendería con el mismo exotismo que si fuéramos nosotros a una procesión de Shiva en la India o cualquier deidad en el más remoto confín de la Papuasia. Es nuestra tradición, nuestra peculiaridad, y con eso nos conformábamos; con eso y las películas de romanos. Ese era el otro alimento necesario de aquellas semanas santas. Si acudimos a las enciclopedias de cine podremos comprobar que la figura más filmada, el personaje más llevado a la pantalla, es Jesucristo. Desde el cine mudo, que usó el tema bíblico como uno de los motivos más repetidos hasta todas las variaciones sobre el tema, hemos visto Jesucristos en todas perspectivas: Cristos invisibles, que bendecían al romano protagonista mientras sonaba un coro arcangélico y brillaba una luz celestial; Cristos rubios, con cara de galán de Hollywood con barba pegada; Cristos de superproducción, con largos repartos y música “de romanos”; Cristos invitados a otras historias, de otros santos, de centuriones y emperadores crueles, de romanas de labios pintados y coliseos rellenos de público; hasta Cristos comunistas de Pasolini, o Cristos superstar, cantores y sufridores. Cristos para todos, que llenaban las pantallas de aquellas semanas santas, en las que Ben Hur corría una de las más grandes carreras de cuádrigas, Urso derrotaba en el circo a un toro mientras Nerón quemaba Roma o un centurión se guardaba la túnica sagrada en el primer cinemascope de la historia. Era un cine pretelevisivo, espectacular, único, sin competencia, destinado a complementar las procesiones sin faltar al recogimiento que se debe a las fechas señaladas. Pero la televisión, aquella televisión única y blanquinegra, vino a añadir más religiosidad a los días de Pasión, y a los Cristos del cine sumó los romanos televisivos, que se podían multiplicar todos los días, mientras se retransmitían procesiones dolorosas desde Andalucía. Y echaron mano de todo lo que oliera a incienso y fervor religioso, y entraron santos a mogollón, vírgenes y mártires en diferentes acontecimientos. Romanos y medievales, con espadas y muertos en la fe. La televisión era un cambio y llegó con el Seat 600, que permitía sacar un pie fuera del barrio y aprovechar para viajar en territorio casi diocesano; todo con tal de llevar a los niños por ahí, aunque fuera a Portugal, para huir de las velas y los tambores militares. En el año 1966, Fraga Iribarne tomo posesión de los espacios televisivos en nombre del UHF, que después se llamó la segunda cadena. Y la televisión se amplió, se hizo bipolar (como un trastorno) y permitió que la segunda parte programase otras cosas diferentes, que reservase a los frailes de Molokai, a los mártires del Coliseo o a las variaciones bíblicas sobre el mismo tema para la Primera. Las familias también buscaban el sol lejos de las procesiones y los bares y restaurantes comenzaban a abrir para recibir a los incipientes turistas que venían a comer marisco. Y así hasta ahora. Ya no hay películas de romanos. La última vez que sacaron a Cristo en cine fue para darle una monstruosa paliza y dejarlo como un cristo. La gente va a las procesiones más a fotografiar o a filmar al niño que por fervor religioso. Eso, el que se queda aquí, que las casas rurales están a tope y el Caribe lleno de otros fervores. La Semana Santa ya es otra cosa; los romanos desfilan detrás de los legionarios o la Guardia Civil, delante de la corporación municipal y en medio de las mismas velas y capuchones. Y ahora mismo se produce otro cambio de rumbo. Estos días se estrena la Televisión Digital Terrestre, la TDT, que es como aquel UHF de Fraga, pero en imagen digital y clara. Dicen que nos adelantamos un par de años a Europa, somos pioneros y exportamos chinfornios para la TDT igual que hace cuarenta y tantos años andábamos removiendo antenas para coger la Segunda. Con el nuevo sistema, dicen, tendremos la opción de conectar con un montón de cadenas. Pero la realidad (probada en mi propio mando a distancia) es que al final sólo nos quedamos con un par de ellas (en mi mando ya han desaparecido la mayoría, como un justo castigo a su perversidad). La Semana Santa también se ha readaptado y este año hemos podido ver a las imágenes de las procesiones cubiertas con chubasqueros a medida, como peregrinos. En el fondo nada cambia, en la forma sí. Sólo las viejas películas de Cristos radiantes en technicolor se echan de menos.

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