FEUD (Ryan Murphy, Jaffe Cohen y Michael Zam)

El delirio de ser estrella

‘Feud: Bette and Crawford’ es la serie del momento. Relata la historia del rodaje de la película ‘¿Qué fue de Baby Jane?’, centrada en la rivalidad entre las actrices protagonistas. Detrás de esa famosa hostilidad había algo parecido a una tierra baldía. Era el Hollywood clásico, con el glamour espeluznante de sus estrellas
Bette David y Joan Crawford
photo_camera Bette David y Joan Crawford

Acceda a todos os contidos da última edición do suplemento 'Táboa Redonda'



ES LA ACTITUD. Atrayendo miradas. Repartiendo sonrisas. Al igual que en una feria horrenda y estridente, gritos de júbilo, aplausos y más aplausos, que son estallidos, que penetran en la carne y la desgarran, como disparos a bocajarro. Clap, clap, clap. Son violentas sacudidas que me entierran más y más en esta esquina del mundo donde no soy nadie. Son los rostros. Esos son los rostros de la admiración, del deseo, de la lujuria. Qué importa que mi hermana sea una niña tonta y malcriada. Que sea una niña. La miran a ella. No a mí. A mí no me ven. Y ella sonríe y canta y baila y hace ese gesto que tanto desprecio, un leve movimiento de su cabeza rubia con el que certifica que el público se rinde a sus pies. Es la ausencia. La maldita falta de amor. Es mamá, que ya tiene a su preferida, que ya empezó desde muy pronto a picotear en la gloria ajena. Y el buitre merodea una vez más sobre mi tumba mirándome de soslayo con arrogancia. No me está permitido existir porque ella, esa otra, ya ocupa todo el espacio. Yo habito en el vacío; son rostros ausentes los que miro, aplausos mudos —que sin embargo ensordecen— los que escucho. Quiero irme de la esquina muerta. Hacerme presente en el medio del mundo. Brillar. Resplandecer de ira, de ambición, de odio. Vengarme de todos, brillando. Reírme de ella, brillando. De ese placer futuro estoy hecha aunque ahora no sea más que un grotesco delirio. Pero lo haré. Lo haré. Lo haré.

Nacer en San Antonio, Texas, en 1904 o 1905 o, incluso, 1908, como aseguran las distintas biografías, no era del todo malo si se nacía en el seno de una familia poseedora de tierras y se aspiraba a continuar la tradición. Si no era así, y además, la figura materna tendía al arquetipo clásico de malvada, la situación se tornaba lo suficientemente irrespirable como para desear huir de ella para siempre. Algo así, una asfixia salvaje, debió de sentir Lucille Fay Le Sueur, la joven desconocida que llegó a Hollywood como corista y que, tras unos años de conveniente adoctrinamiento y transformación, se convirtió en reina de la Metro Goldwyn Mayer compartiendo trono —sin tocarse— con Norma Shearer y Greta Garbo. A Lucille le cambiaron también el nombre tras proponer la elección al público como reclamo publicitario. Joan Crawford odiaba su nuevo nombre. Pero continuó con él hasta su muerte porque la ambición desmedida y el odio visceral suelen ocupar la misma esquina negra.

Ruth Elisabeth Davis, conocida de niña como Betty y de actriz como Bette, nació en 1908, en Lowell, Massachusetts y, desde muy pronto engulló el bebedizo de la fábrica de sueños espoleada por una madre que quería vivir como lo hacen las estrellas. Comenzó en el teatro, donde un cazatalentos vio algo en ella. Inmediatamente, madre e hija se fueron a Hollywood para no volver. Y la Warner Brothers la contrató. No fue repentino el salto a la fama, ni sencillo, ni temerario. Fue áspero, fue tenso, fue sacrificado. Pero llegó el día en que tuvo un reino y no quiso ya ser otra cosa más que cabeza de cartel. Murió siendo secundaria de lujo o máscara de sí misma, o la actriz que siempre fue, o todo eso junto.

Se unieron para reivindicar su lugar en un Hollywood que perdía su glamour clásico


Las primeras escenas de la película What Ever Happened to Baby Jane? (¿Qué fue de Baby Jane?), dirigida por Robert Aldrich, en las que una niña de rizos de oro baila y canta ante un entregado público mientras su hermana la observa desde bambalinas con el rencor marcado en sus ojos, no solo apuntan un final abrumador sino que resumen vidas. Son las vidas de grandes estrellas de la época dorada hollywoodiense que no eran capaces de soportar que la luz se dirigiese hacia otro lado. Ese desplazamiento de foco, orquestado por unos estudios que dominaron, hasta finales de los cincuenta, el panorama cinematográfico, a través de un regio control de toda la cadena comercial de los filmes, generó rivalidades más allá de todo comportamiento razonable. Joan Crawford y Bette Davis personificaron en esa película, en un crescendo terrorífico hasta la pantomima más descarnada, a gente que conocían, a compañeras de profesión, y, muchas veces, incluso, a sí mismas. Era 1962 y ninguno de los que habían sido indispensables en décadas anteriores —y fuente constante de ingresos— se mantenía ya en su pedestal. Crawford y Davis, en la cincuentena, eran consideradas viejas, poco menos que inservibles. No había papel —digno— pensado para señoras así.

Caer sin remedio, yo, que fui diva, que fui única. Caer, caer, caer.

Se unieron para volver adonde habían llegado. Para reivindicar su lugar de antes en un Hollywood que perdía su glamour clásico para entrar en otra etapa y pasar a la historia del cine como el espejo en el que mirarse siempre. Se unieron para volver a un lugar que, en realidad, nunca les había pertenecido y que había ya dejado de existir. Lo consiguieron por momentos, a ráfagas desconexas, que no fueron otra cosa que meros espejismos. Ese rodaje cruel y sus consecuencias es contado en la primera temporada de la serie Feud: Bette and Joan, recién estrenada en HBO España, cuyo creador, Ryan Murphy —con éxitos anteriores tales como American Horror Story y American Crime Story— ahonda en los puntos de fricción entre ambas actrices basándose en las múltiples anécdotas de amigos y, sobre todo, enemigos, que circulaban por los estudios de la época y que, con el paso del tiempo, serían más o menos corroboradas por testimonios escritos, también más o menos fiables. Personalidades arrebatadas, conductas infames. Fuera. Dentro, miedo en el vacío. Hubo batallas personales, con actrices, con coprotagonistas masculinos, con directores, con guionistas y hubo conflictos con los estudios, que manejaban tiempos, salarios, imagen y vida de los que residían bajo su techo —o su yugo—. Joan Crawford, la inigualable estrella de la Metro, se fue a la Warner, tras perder pie en el estudio que durante dos décadas la había encumbrado. Se fue humillada y con el sueldo reducido a la mitad. A la Warner, el feudo de Bette Davis. Se cuenta que ahí comenzó la rivalidad, que ahí el odio, que ahí la envidia. Que los grandes papeles eran disputados hasta la extenuación, que la perdedora se retiraba a su ángulo sombrío jurando venganza, que la ganadora desparramaba su éxito por rincones insospechados.

En 1941, Crawford aceptó un papel previamente rechazado por Davis. Y ganó el Oscar a la mejor actriz. Mildred Pierce (Alma en suplicio), engrandece la figura de la ganadora en una interpretación alejada del prototipo en el que la había encasillado la Metro. En 1950, Bette Davis reaparece —tras años de cavar, irascible, en pozo seco— con All About Eve (Eva al desnudo) y su carrera se relanza, a pesar de que sus años gloriosos con dos óscars incluidos habían sido finales de los treinta y principios de los cuarenta. Quedaba pues una lucha despiadada que dejó huellas o lo que muchos interpretaron como huellas: matrimonios rotos, hijos adoptivos infelices y resentidos, alcohol, sexo, búsqueda exasperada de lo perdido. El año 1962 recoge las piezas de estas dos mujeres y les da vida —tétrica, sórdidamente— en las figuras de Jane y Blanche, hermanas actrices, adversarias eternas.

Y si ninguna película es solamente una película, ¿Qué fue de Baby Jane? devino en la alegoría terrorífica de la rivalidad de Hollywood. Feud, la serie, trae a primer plano aquella metáfora y esparce agudas pinceladas de lo que fue la relación Crawford-Davis y de lo que se cocía también en el entorno. De Hedda Hopper, actriz convertida en cronista de sociedad, a Olivia de Havilland, célebre por sus papeles pero también por su enfrentamiento interminable con su hermana actriz, Joan Fontaine. Cuántos premios, cuántos maridos, cuántas películas, cuánto dinero, cuánto glamour más que la otra. La rival.

Ser el centro del mundo para sucumbir abatida en una comisura del estrellato, en aquella ante la que todos pasan de largo. Formar parte —en perfil borroso, ya— del resplandeciente, portentoso, admirable, cine clásico. Ser su reina. Encabezar carteleras. Morir de aplausos. Y de su ausencia.

Comentarios