Diarios

Detrás del espiritu estoico

Quisiera que hubiera otro. Elegiría para ella otro adjetivo menos manido, que no fuera siempre pegado a su nombre como un comercial pesado, pero es ese. Atormentado es el espíritu de Sylvia Plath por todo, por tanto

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DE SYLVIA Plath se lee y escribe tanto por el final de su vida. No solo por el suicidio en el que una mujer de 30 años sella con toallas húmedas la habitación en la que duermen sus hijos y mete la cabeza en el horno de gas, también por los meses previos, por la escritura intensa en un apartamento sin calefacción y teléfono, en un invierno helado, criando dos niños, separada del marido al que quería, el poeta al que admiraba. En ese tiempo alocado —de escribir casi como si algo le rebosara y eso fuera lo único que hacer con el líquido que le salía, desparramándose y manchándolo todo—, produjo todos los poemas de ‘Ariel’, la que nadie discute que es su mejor obra.

Al mismo tiempo, con esa forma de irse —joven, tan brillante y con tanto dolor encima— apuntaló un mito tremendo, perjudicial, primero, por hacer creer a las mentes frágiles y vulnerables que para el arte hay que sufrir muchísimo, hasta romperse, que la única creación es posible en un estado miserable, que la otra jamás merecerá la pena. También lo es por hacer creer —otra más— a las mentes simples y vanas que basta con sufrir muchísimo, con alcanzar ese estado miserable, para dar a lo que sea que se hace la categoría de artístico. Pero qué culpa tiene ella de que, a veces, sea el dolor no solo el que saca la verdad, sino el que permite contarla honestamente, de esa forma que llega a los que les también les duele, a los que viven expuestos. Cómo preverlo y para qué. De los suicidas casi lo único que se tiene claro es que hubo momento en el que no pudieron más.

Alba Editorial publicó el mes pasado los Diarios completos de Plath, una edición muy cuidada de los cuadernos que, desde su juventud en el Smith College, fue escribiendo, contando su vida como si nadie la fuera a leer nunca y, al mismo tiempo, de forma tan desesperadamente analítica que son una suerte de autobiografía extrema, sin editar. Cuando nadie interviene para podar repeticiones y digresiones, se ve bien lo que obsesiona, el motor que mueve a la mujer y a la artista. No racanea nada y, al contrario que la edición de Alianza de 1996, incluye también los dos últimos de los cuadernos conservados en la alma mater de la poeta, que su marido y albacea literario, Ted Hughes, no permitió abrir hasta 1998, cuando la madre y el hermano de Plath habían muerto y sus dos hijos habían crecido. 

"Pese a todo lo que se elocubró, en los cuadernos de Plath solo hay devoción hacia su marido"


Hay algo raro en volver a leer 20 años después las cuitas de Plath, esos ejercicios de introspección que son como la punta de la lengua volviendo mil veces a una llaga minúscula hasta que ya no existe otra cosas. A veces están contados en tercera persona, incluyendo apuntes para futuros poemas o directamente poemas, y otras se lanza a si misma mensajes movilizadores, imperativos, de autoayuda, sobre cómo trabajar, qué hacer, de qué manera vivir. Hay reencuentro y reconocimiento en esa relectura, por supuesto, pero también una enorme pena porque Heráclito tenía razón y ya no pueden leerse como se hizo en la juventud, con esa comprensión desmedida, con la identificación de ser una mujer cociéndose que lee a otra en ese mismo trance. Ahora se muestran, como exhibiéndose, todas las cosas que antes no se veían; la persona resulta más evidente y se juzga todo, y a todos, con más benevolencia.

Se reconoce ahora lógico que se considere a Plath tan egocéntrica, consumida en un autoexamen constante, sacándole punta a sus cortes de pelo, a sus ligues, a su aspecto ante sus ligues, a su comportamiento. Al mismo tiempo, de qué se escribe si no en unos diarios. De la vida, sí, pero de la vida respecto a una misma. Ella lo admite y se pregunta, especialmente en su juventud, si estando tan centrada en si misma podrá conocer a los demás, podrá escribir sobre otros. La mera duda resulta injusta porque desde el principio se revela con una gran observadora del carácter ajeno, con análisis certerísimos y vívidos.

Para los personajes que pesan también es certera. Seguramente injusta y cruel. Tiene una relación dolorosa, imposible de satisfacer, con su madre: quiere superarla, quiere trascenderla, quiere su admiración, quiere ignorarla, que le resulte indiferente. Al mismo tiempo, no dejar de contarle cosas con un grado de detalle que muchas veces se reserva para amigas. O para nadie. Observa desde bien pronto las dificultades de ser una mujer de su tiempo: criada para tener una familia, para ser una señorita y comportarse. Envidia en la juventud la libertad sexual de los hombres, la complacencia con la que se observa que tengan relaciones y que nunca se dedica a las mujeres, aunque ellas también tengan esos deseos y sufran por la división entre querer y deber.

Toda la vida deseará tener un hombre a su lado. Es un anhelo permanente y machacón, razonable para una chica del New Deal, pero quizás llamativo para alguien que resultó ser elegida, sin haberlo previsto jamás, como símbolo de la lucha feminista. Cuando Plath conoce a Hughes en una fiesta en Cambridge, donde estudiaba con una beca, da por satisfecho ese deseo. "Ted es el ideal, la única persona posible", dice.

La forma en la que la poeta murió y las circunstancias en las que ocurrió modeló una teoría que se fue asentando como real y perpetuándose en sucesivas biografías. Hughes había dejado a Plath por otra mujer meses antes del suicidio, de lo que se concluyó que fue esa circunstancia lo que lo precipitó. De la lápida de Plath, las activistas borraron mil veces la referencia al apellido de su marido; trascendió la sospecha de que le pegaba aunque ella, tan prolija en detalles, jamás da a entender nada parecido en sus diarios y la decisión de no hacer públicos algunos cuadernos para proteger a sus hijos se vio como un intento de ocultación. Se cayó en un bucle 'perro del hortelano': cuando Hughes hablaba porque hablaba, cuando callaba porque callaba. Pocos tuvieron en cuenta el profundo dolor que tuvo que pasar ese hombre; que vivió el suicidio de su joven mujer y la orfandad de sus hijos para ver después cómo la mujer por la que la había abandonado se mataba con el mismo método llevándose a su hija pequeña también y, finalmente, al hijo que había tenido con Plath quitarse igualmente la vida. Fue la periodista Janet Malcolm en su magnífico La mujer en silencio la que aborda, precisamente a través del caso de Plath y Hughes, la subjetividad y el posicionamiento que siempre hay en las biografías, la dificultad de la distancia, que solo se salva reconociendo su existencia.

Pese a todo lo que se elucubró, en los cuadernos de Plath solo hay devoción hacia su marido. Llega al punto de asegurar que si solo ha de triunfar uno, preferiría que fuese él. No dudo de que el sentimiento existiese, pero sí de que fuera permanente. Una mujer como esta, que se sabe artista, que a veces querría querer otra cosa pero resulta que lo que quiere es escribir, escribir bien y que se lo reconozcan, difícilmente renunciaría a un deseo tan profundo para cedérselo íntegro a otro.

Lo quiere todo y, lúcida como es, siempre encuentra dificultades. Siente la"necesidad de una profesión que me permita tratar con personas de un modo que no sea superficial". Teme que toda su dedicación"sea una pérdida de tiempo" y no le lleve a ninguna parte, sufre rechazo tras rechazo y cabe la duda de si hubiera abandonado de no haber tenido esa convicción profunda y arraigadísima.

Sufre cuando no es capaz de crear al ritmo que desearía o de llegar al nivel al que aspira y, a veces, tiene una escritura puramente estratégica."Hay cada vez más mercado para las cosas sobre hospitales psiquiátricos. Si no consigo recrearlo soy una estúpida", dice cuando le ronda abordar internamiento tras su primer intento de suicidio que daría pie a La campana de cristal.

Pese a la escondida certeza de su talento, también hay momentos en los que teme sufrir la peor de las maldiciones: la de la chica publicada y alabada en la adolescencia que se cree algo solo para demostrarse en la vida adulta que fue un destello fugaz sin réplica. Lástima que la prueba de que ese temor no tenía fundamento esté tan perfectamente contenida en el trabajo de unos meses dolorosos, consumidos, y que, además, fueron los últimos.

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