Alexandre Bóveda descansa con su amor

Las fotos que se conservan de Alexandre Bóveda y Amalia Álvarez los muestran camino al fútbol en Pontevedra, apoyados en la fuente de los jardines de la Praza de Ourense, sentados en lo alto de un banco de la Alameda de A Coruña y paseando en barco por la ría de Pontevedra en la procesión de San Benito, un 11 de julio. 

Son imágenes tomadas meses antes de que Alexandre Bóveda fuese fusilado al alba en A Caeira de espaldas a un pino por un pelotón en el que estaba un amigo suyo de la infancia, que apuntó directamente al corazón. Son las fotografías anteriores a la conversión de Alexandre Bóveda en la llama ardiente del nacionalismo gallego, mártir de la patria, su intelectual primero, figura central del Estatuto del 36, motor del Partido Galeguista e ideólogo de la primera banca pública gallega. Son esos momentos, los de Bóveda y Amalia yendo al fútbol, los previos al grotesco juicio calado de mentiras que lo llevaron a la muerte; los previos a que, en contra de su último deseo, se le negase ya muerto la bandera gallega junto a él, y fuese su íntimo Pepe Sesto el que bajase a la carrera del cementerio de San Mauro para que le hiciesen una diminuta, y escondérsela en el pecho, bajo la chaqueta, mientra le besaba la frente; los previos a que Castelao dijese que al recorrer los camposantos gallegos «a miña imaxinación viu unha fogueira en cada cemiterio, como outros tantos clamores de xustiza. Pero no de Pontevedra viu unha labarada que chegaba até o ceo. Era o lume do espírito de Bóveda que non figura na Santa Compaña dos inmortais, porque non perteñece á Historia senón á Tradición, en arume de lenda. Bóveda terá de ser nun mañana próisimo ou lonxano a bandeira da nosa Redención». 

Antes de todo eso el ourensano Alexandre Bóveda había aprobado las oposiciones de jefe de Contabilidad de Hacienda a los 23 años y en Pontevedra, su destino, cantó en la Coral Polifónica y fue enamorándose de Amalia Álvarez Gallego, una chica del coro. Se casaron el 20 de octubre de 1930 en el monasterio de Poio. «Alexandro semella un neno cheo de ledicia. Leva unha pequena flor branca na solapa e xoga nervoso cos guantes brancos tamén», escribió Xosé María Álvarez Blázquez, primo de la novia e intelectual al que se consagró en 2008 el Día das Letras Galegas. 

Bóveda había encontrado en Pontevedra en su cuñado Xerardo Álvarez Gallego, Castelao, Losada Diéguez, Iglesias Vilarelle, Paz Andrade o Filgueira Valverde un universo propicio en el que desarrollar su ideario y hacer del PG «un partido con militantes, con base social real, algo serio e non un conxunto de intelectuais afeccionados á política» en palabras de Xavier Campos, admirador de la figura del líder nacionalista. Fijó su casa en Andurique, Poio, al otro lado del puente de A Barca, y en seis años tuvo cinco hijos con su mujer. Fue tenor y solista de la Polifónica, un excepcional cantor de un grupo en el que estaba, entre los barítonos, el médico Víctor Lis Quibén, enemigo de Bóveda que en 1936 lideró la Guardia Cívica que mató a decenas de leales a la República entre Sanxenxo, Poio y Pontevedra. 

Cuando se produjo el golpe de Estado del 18 de julio, Alexandre Bóveda, con Amancio Caamaño, Telmo Bernárdez, Luis Poza, Paulo Novás, Germán Adrio, Benigno Rey, José Adrio Barreiro, Víctor Casas, Juan Rico y Ramiro Paz (fusilados todos ellos el 12 de noviembre) y Amando Guiance Pampín, entre otros, formaron un grupo de colaboración con el gobernador civil para defender a la República. De ahí procede la acusación principal en la pantomima que fue su juicio. De su capacidad de organización y trabajo aquellos días para impedir situaciones ilegales y disponer de manera pacífica lo necesario para que la asonada militar finalizase cuanto antes, hubo quien concluyó que fue él el que firmó las órdenes en el Gobierno Civil y, más allá, que hizo lo imposible por armar a la gente contra los sublevados. 

En una de esas noches, entre el 18 y el 20 de julio, Amalia Álvarez se despertó llorando. «Choliñas, Choliñas, que che pasa?», le preguntó Bóveda, que siempre llamaba así a su mujer. «E que acabo de soñar que pasabas por diante da casa vestido de soldado e que caías morto dun tiro». 

«Eu tiña medo», dijo Amalia muchos años después en A Nosa Terra. «Dicíalle que non viñera para casa só e a pé, porque podía haber alguén que lle disparara, pero el dicía: ‘Quen me vai querer matar a min?». 

El día 20 Alexandre Bóveda no volvió solo a casa porque no llegó a cruzar el puente de A Barca: el mando militar, que lo había detenido sin explicarle realmente que lo estaba al salir del Pazo provincial a las 19.40 horas, le aconsejó no pasar por allí por temor a los tiroteos que pudiese haber. Falsa precaución; lo querían cerca. Durmió en casa de sus suegros, Álvarez Limeses, en la Oliva. Allí le aconsejaron huir. «Por que?», preguntó. Su cuñada Lolita Álvarez Gallego, que cumplió 100 años el pasado mes de julio en Pontevedra, habló con él hasta tarde. Fue su última noche en libertad. 

«Nós fomos velo na Escola de Maxisterio. Iamos co meu irmán Xerardo, e en vez de consolalo nós a el era ao revés (…) Eu choraba moito e el dicíame que tiña que ser forte. Sempre temías, el non, que pasara algo», relató Amalia de aquellos días. Una amiga suya le contó que había escuchado en una casa de Pontevedra, antes de que se supiese lo que se avecinaba, un diálogo entre un marido y su señora: «A esos rojos los tienen que liquidar. Dicen que ya hay listas de gente para matar». La Paixón de Bóveda había comenzado y también el más oscuro ‘via crucis’ de Amalia Rodríguez Gallego, que se alargaría hasta el final de sus días. 

En un juicio conjunto, a Alexandre Bóveda lo condenaron a muerte y a Amando Guiance Pampín a una cadena perpetua que se quedó en 20 años. La acusación la llevó Ramón Rivero de Aguilar, «fiscal fascista, centos de mortes nas súas mans, entre elas a de Bóveda». Las sesiones transcurrieron en el Pazo provincial, en la Alameda. A ellas asistió Gonzalo Adrio, que contó que un funcionario de la Diputación se levantaba aplaudiendo a gritos en cada pregunta capciosa de Rivero de Aguilar. La declaración final de Bóveda, en obligado castellano, es ya parte de la Historia de este país: «Mi patria natural es Galicia. La amo fervorosamente. Jamás la traicionaría, aunque se me concediesen siglos para vivir. La adoro hasta más allá de mi muerte. Si el tribunal entiende que por este amor entrañable debe serme aplicada la pena capital, la recibiré como un sacrificio más por ella, y bajo su bandera deseo ser enterrado (…)». 

Bóveda se negó a firmar un último recurso que le extendió su cuñado, Xerardo Álvarez Gallego, creyendo que así podría salvar a su familia: «Teño para min que se saciarán coa miña vida e que, arrincándoma, abandoralle para castigo dunha familia honorabel. Mira, pois, de canto valerá a miña morte!». Su tío político, el médico Darío Álvarez Limeses, y su concuñado, Ramón García Núñez, que estaban condenados a muerte, fueron ejecutados semanas después. El 16 de agosto se decidió que el fusilamiento de Bóveda fuese a las 5.30 horas de la mañana del 17 «en las inmediaciones de la carretera número 1 de Campañó», y esa tarde recibió la visita de su mujer, embarazada de cinco meses, y sus cuatro hijos. «Alí déronse o derradeiro bico de amor. De eterna fidelidade. Fixéronno coa enteireza dos inocentes aos que lles estaban roubando algo incalculábel», escribe David Otero en ‘Alexandre Bóveda. Na demanda de restauración’ (Laiovento, 2009). Pasó las horas leyendo a Rosalía y recibiendo la visita de los más íntimos, y debajo de sus últimos apuntes diseñó su propia lápida: una cruz, su nombre, la fecha de su muerte y una estrella de cinco puntas. Se confesó, participó en la misa y comulgó. 

Mientras eso ocurría, un soldado llamó la atención de su amigo Xosé Sesto. «Eu son moi amigo de Bóveda», le dijo. «Aínda o outro día fun visitalo á cadea coa miña muller. Somos tamén de Ourense, e brincamos xuntos de meniños». Contó que le había tocado formar parte del pelotón de fusilamiento. Sesto le aconsejó que fingiese una enfermedad. «Faranme Consello de Guerra, pois non mo crerían. O que vou facer é negarme». «Ten fillos?», preguntó Sesto. «Teño». «Que tal tirador é?». «Estou calificado de primeira». «Pois ese valor tan extraordinario que vexo en vostede póñao ao servizo, sereamente, do seu pulso, e apúntelle ao corazón, para que non sufra». Horas después el cadáver de Bóveda presentó un tiro limpio en el corazón. 

Tanto Xosé Luis como Amalia, dos de los hijos de Bóveda, tuvieron en algún momento en la memoria el nombre de esta persona. Lo olvidaron. Tampoco les importa no recordarlo: «Eu era un rapaz de dous anos. Comprenderás que fora quen fora, e da condición que fora, a un dos que lle pegou un tiro ao meu pai ninguén mo presentaría», dice Xosé Luis. «Miña nai contoume que se coñecían», confirma Amalia. 

La madrugada que Bóveda cruzó A Barca en una camioneta lo hizo a poca distancia de la casa en la que esperaba desvelada su mujer y dormían sus cuatro hijos. «A noite que o mataron eu non estaba con el. Dixéronme que non era esa noite. Eu estaba embarazada de cinco meses da nena que despois, porque el mo pediu, chamouse Amaliña», contó su viuda. Xerardo Álvarez Gallego escribió: «Escoitamos o tremor dos tiros na Caeira. Foi como unha puñalada no noso cerrizo». «Querían enterrar cadáveres, pero enterraban semente», escribió Castelao. Al entierro sólo fue su familia. Su hermano Vicente salió de Ourense pero lo detuvieron a mitad de camino y lo encarcelaron tres meses. Su padre, ya enfermo, no pudo asistir y murió al poco tiempo. Años después, en aquella lápida que diseñó el propio Bóveda con el nombre de ‘Alexandro’, alguien, en el cementerio de San Mauro, escribió una ‘J’ con un spray sobre la ‘X’. 

Amalia Álvarez Gallego murió 65 años después, el 27 de noviembre de 2001. Su último deseo fue que su marido descansase junto a ella. Xosé Luis Bóveda abrió la cripta de los Álvarez en San Mauro, donde estaban los restos de su padre junto a otros de su familia política. Los pudo reconocer porque en el cráneo de Bóveda estaba el agujero del tiro de gracia que se les daba a los fusilados. Esos restos fueron depositados dentro de la misma caja que Amalia Álvarez. Su hija Amalia, la niña que crecía en el vientre de la madre en 1936, ha expresado a su familia el deseo de ser enterrada junto a los dos. 

Años después del fusilamiento de Alexandre Bóveda, Amalia, su viuda, recordaría: «Eu ríame del porque era baixiño. E meu pai metíase comigo: ‘Moito falas dese de Facenda…’. ‘Bah, nen sequera me fixo -eu tiña 18 anos-, eu quero un alto, ese non me gusta’. E vaia se me gustou. Era todo: a conversa del, aquel marabilloso falar e contar». 

La madrugada que lo mataron Bóveda escribió tres cartas. Una de ellas a su mujer: 

«Choliñas, Miña Peque, Vidiña:
Quixera escribirche moito. Mais xa sabes canto puidera decirche.
Perdoame todo, que os peques me lembren sempre; que cumplas todolos meus encargos.
Eu, almiña, estarei sempre con vós como che prometín.
Faltan uns minutos e teño valor, por vós, pola Terra, por todos. Vou tranquío.
Adeus, Vidiña: Vive para os peques e os vellos, abrázaos, confórtaos. Sé Ti, miña Pequeniña ademirable, a máis valente de todos. Alá sentirei ledicia e satisfacción de Ti e de todos.
Lembrareivos sempre, velarei sempre por vós.
Adeus. Contigo, cos peques, cos vellos todos, estará sempre na lembranza, na máis grande, máis fonda, máis infinda das apertas, o voso, 

Xandro. 

P.S / Recei contigo». 

Tenía 33 años.

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