La pequeña inmensidad de Nóvoa

Cuando se acaban de cumplir tres años del fallecimiento del creador pontevedrés Leopoldo Nóvoa, el Auditorio de Galicia presenta una muestra de trabajos seleccionados entre los materiales que se encontraban sedimentados en su estudio, reveladores a la hora de entender el pintor en los últimos años de su vida

Uno no deja de asombrarse cada vez que se le propone un acercamiento al trabajo de Leopoldo Nóvoa. Un asombro que se incrementa al recorrer la exposición que se acaba de inaugurar en el Auditorio de Galicia y que será visitable hasta el mes de junio. Un amplio espacio de tiempo que permitirá rearmar las impresiones que muchos tenemos de este creador como un nombre imprescindible de nuestra plástica, como el creador del universo más fascinante y singular, junto a Jorge Castillo, de una pintura que tiene en estos hombres un orgulloso estandarte que ondear desde Pontevedra, patria de ambos, y como buena patria, desdeñosa con sus hijos e incapaz de reconocerles el mérito y valor de su trabajo encabezado siempre con una fecha de nacimiento y un lugar: Pontevedra.

Estas obras, junto a muchas que a buen seguro todavía siguen latiendo como objetos con vida en su estudio de Armenteira o en el de París, podrían formar parte de una exposición permanente en su ciudad que armaría un museo incomparable en Galicia con la obra de ambos en permanente revisión e infinitas posibilidades desde lo cultural y hasta lo económico, por aquello de abrirle los ojos a alguien, que siempre hay quien calibra estas cuestiones desde el pecunio.

HABITAR EL TIEMPO. En una exposición de Leopoldo Nóvoa siempre se deja un elemento en la puerta de entrada que uno cruza como un umbral hacia una especie de nueva dimensión. En esta ocasión, ese elemento, el tiempo, parece estar habitado por una presencia casi metafísica, corporeizada en unas palabras escritas en una de las paredes encontradas por su viuda, Susana Carlson, al ordenar los materiales para esta exposición comisariada por Mercedes Rozas. Ese germen de poesía genera las coordenadas necesarias para vincular al pintor con un territorio, pero también con una memoria y una evocación. Una espinosa alambrada que sortear para convertirse en mortal, para sentir cuando el fin se aproxima de manera inexorable a donde uno pertenece y que todo acaba reduciéndose a un puñado de tierra. Y es que en las obras aquí expuestas se adivina mucho de hierofanía, de sacralizar la obra de arte como una especie de misterio abocado a impactar al ser humano, a convertirlo en una fe revelada que nos hace transitar por un itinerario que abruma por la infinidad de variedades con un sustrato común. En uno de los videos que completan la exposición, en los que el propio Leopoldo Nóvoa habla y reflexiona sobre las etapas de su trabajo o las intenciones planteadas en muchas de sus obras, se cita esta posibilidad del arte como terapia del espíritu, como domesticación de miedos a través de la intervención en un territorio, tal y como hacía el hombre primitivo antes de caer en brazos de las religiones.

Con una iluminación muy medida y meditada toda la exposición alcanza esa sensación totémica, una concepción metafísica del espacio que se vuelca y que emerge de cada una de esas obras poseedoras de una contundencia abrumadora, y eso que tanto los soportes-papeles o cartones- o incluso el carácter seriado de muchas de las piezas, parecerían ser incapaces de mantener ese espíritu. Pero ahí es donde se evidencia el talento y la capacidad del artista para trascender, para conformar un mundo propio que no necesita de grandes superficies pictóricas, de telas o lienzos, y es que la pequeña inmensidad que se adivina en cada una de estas piezas no hace más que revalorizar al artista y su inagotable potencial.

DESIERTOS DEL INFINITO. Observando esos videos, viendo a Leopoldo Nóvoa en su sofá, entre cuadros por los que la luz que entra por una ventana matiza lo hecho por el artista, y escuchando sus palabras, se nos habla del momento clave de su obra, cuando todo dejó de ser lo que era para volverse una conquista por hacer y vaya si se hizo.

La realización del gran mural del Estadio del Cerro en Montevideo, abrió un nuevo itinerario, una constelación que todavía en esta muestra tiene sus epígonos finales. La abstracción, la expresión de la materia, el modelado de la luz sobre la superficie, los relieves, el forzar el plano y el ser capaz de llevar todo eso más allá, hasta casi una pureza mínima son señales que balizan una trayectoria artística, un devenir de cadencias perforadas y desiertos de lo infinito. Una multiplicidad de territorios que evocan un paisaje de lo íntimo que, con este formato y soportes más livianos, aumenta esa sensación de intimidad que las luces, pero sobre todo las sombras, modelan para llevarnos a esa dimensión Nóvoa, a ese estado de la cuestión en el que el arte se erige sobre todos nosotros para ampararnos con su capacidad casi quirúrgica para generar una mejora de nuestro ánimo. Y es que en esa sala, a primera hora de la mañana, con un manto de lluvia cayendo sobre un estanque repleto de cisnes y patos acicalándose y sin apenas visitantes, la atmósfera te envuelve y te atrapa en esos agujeros oradados en las obras, abismos que te conducen por el tiempo, el tiempo de Nóvoa, el de los guijarros y las cenizas que revivieron de la destrucción y que como cantara José Ángel Valente «...aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora, cuanto se me ha tendido a modo de esperanza», y es que finalmente la pintura de Leopoldo Nóvoa es eso, esperanza, más si cabe desde su muerte, con el tiempo fluyendo ajeno a esa presencia humana que descubre «la traición de los años», como tan fascinantemente escribe Julio Llamazares en ‘La lluvia amarilla’, obra a la que tantas veces deberíamos regresar.

Un tiempo que se diluye entre las manos para llegar en una elipsis del taller al espectador, de las horas de experimentación y desvelos al goce y el disfrute de los que se adentran en esa inmensidad creativa inagotable y renovada exposición tras exposición. Pensábamos que habíamos visto todo, pero nos quedaba todavía esto por ver, la pequeña mirada, el guiño recóndito que surge del interior de un creador inmarchitable en esa esperanza descolgada desde un mural del Cono Sur para surcar todo un océano y posarse ahora sobre unos endebles papeles, unos finos cartones y ser ‘pochoirs’ (pintura, collage y materia). Una mariposa con alas de cemento, con alas de eternidad.

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