Juan Vidal tenía razón

A pocas horas de que se cumplan cuatro años del fallecimiento de mi amigo y mentor Juan Vidal Fraga percibo cierto sosiego, ése que se siente al haber sido partícipe de los saberes de un hombre grande en esencia. Juan decía: “Yo lucho por el mundo que me rodea con equidad no por mí, sino porque en él aún quedan niños que no tienen la culpa de nuestras imbecilidades”. Ahora sé que Juan jamás se fue de mi lado porque sus erudiciones aún rondan mi mente. Confieso que escribo opinión porque él me lo propuso a modo de pacto llevado a cabo en el desaparecido pub La Cabaña, donde nada importaba tanto como saberse vivo y poco entumecido, pacto que hoy, tras once años, me lo tomo como el fin de un ciclo. Muchas han sido las personas que después de la muerte de Juan me han señalado que él no había llegado lejos en política porque era honesto. Esto en gran medida me amarga, porque si así es la política, deberíamos darle al Sistema un riguroso puntapié y reiniciarlo todo de nuevo. Me consta, al igual que a casi todas las personas que conocieron a Juan, que éste era una persona piadosa, y me aturde pensar que ha pasado a la historia reciente de Pontevedra únicamente por esto. Lo que es la política me lo vino a simplificar él en su día cuando me narró un hecho que le había acaecido unos años antes: Juan se había citado con una amiga para comer. Ella, sabedora de que él era amigo de los asombros, le dijo que le llevaría a un lugar donde almorzarían de maravilla. Y así fue que llegaron a un campo donde se toparon de lleno con una romería del PP. Juan Vidal se sorprendió gustosamente: “aire libre y personas deseosas de escuchar mi mensaje filosófico”, pensó. Enseguida su amiga le presentó al gentío popular: fueron pasando una persona tras otra, corteses, con extensas sonrisas y empanada con olorcillo a bacalao. Hasta que acabaron delante de un anciano con boina, gafas con cristales de culo de vaso y mirada resabiada. Ella se dirigió a éste: “Mira, Fulano, aquí tienes a Juan Vidal, abogado de Pontevedra”. El viejo le miró de arriba abajo, sin prisas, como una vaca que rumia mientras observa el paso del tren, para acto seguido indicar: “Avogado? Mala xente!”. La amiga de ambos se sonrojó al escuchar aquello y, en un acto de complacencia entre el uno y el otro, agregó: “No, mira, Fulano, Juan es una buena persona”. El viejo volvió a mirar de arriba a abajo a Juan, ahora con mayor atención, sin tener en cuenta que la tirantez de Juan iba por dentro. Y después de la última verificación a la persona que le acababan de presentar, el anciano sacó su mondadientes de la boca y aclaró con voz recia: “Boa xente? Mal avogado!”, para acto seguido irse sin decir nada más, como alma que lleva el laxo Satanás. Así entendía la política –la vida- Juan Vidal, y así la entiendo yo también: una cosa que si se mira muy de cerca no encaja ni con cola.

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