Opinión

Reírse de los muertos

LO HE reconocido en esta sección: hay alguna gente que me cae mal. Ahora rectifico: últimamente hay mucha gente que me cae muy mal, y no es que tenga otra vara de medir. Es que mi nuevo trabajo me permite descubrir a más cretinos y desarrollar hacia  ellos una previsible aversión. A pesar de los pesares, si alguno de los que son objeto de mi antipatía se fuese mañana al otro barrio, jamás se me ocurriría celebrar su muerte. En primer lugar porque, por pésimamente que alguien me caiga, no necesito que se muera. En segundo, porque en el improbable caso de que la muerte de una persona me satisficiera lo más mínimo, ese sentimiento me avergonzaría tanto que no sería capaz de exteriorizarlo, ni siquiera en privado. Por eso me sorprende que una hatajo de salvajes hayan celebrado en twitter la muerte del héroe del Eurofighter, que prefirió estrellarse con su avión antes que dejarlo caer sin control sobre una zona habitada. Me pregunto qué es lo que tiene en la cabeza el hombre o la mujer que es capaz de alegrarse de la muerte de un ser humano, más aun cuando se trata de una persona a la que ni siquiera se conoce: en este caso, se celebra la muerte de un desconocido simplemente porque se rechaza lo poquísimo que sabemos de él: que era militar y que pilotaba un avión. Quisiera saber si los que se reían del fallecimiento de un joven de 34 años se pararon a pensar un segundo que ese hombre tenía una esposa, unos padres, un hijo pequeño. Si cayeron en la cuenta de que el joven muerto dejaba gente desconsolada, parientes, compañeros, amigos. Que tenía un pasado, un futuro. Quiero pensar que no. Que los hijos de mala madre que se mofaban de un hombre fallecido sólo pensaban en un número, en un ser sin historia y sin nombre. En un símbolo de algo que, simplemente, no les gusta. Prefiero creer en eso, y repetirme que el día en que yo celebre, siquiera íntimamente, el fallecimiento de alguien, habrá comenzado mi muerte moral. Y entonces ya nada merecerá la pena.

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