Opinión

Japón

BIEN ENTRADO septiembre, las vacaciones tienen ya la lejanía de los mejores recuerdos. Pasé unos días de verano en Japón. Viajar allí era uno de esos deseos largamente aplazados, y un par de horas antes de llegar sentí el vértigo de la decepción, por si lo que había imaginado durante tantos años no cumplía la expectativa. Por suerte, no fue así. Descubrí un mundo incógnito, con otras normas y otros códigos, dispuesto sin embargo a adaptarse a los míos. Recordaré siempre la salida del sol tras las colinas de Kyoto, la marea humana en el cruce imposible de Shibuya, el improvisado brindis de sake con el que me obsequiaron unos desconocidos en un restaurante de Tokio, la vista brutal de la ciudad desde el bar del Hyatt mitificado por la película 'Lost in traslation', el crujido de la seda de los kimonos auténticos, unas gyozas en un bar de Osaka, el dibujo de las olas en un jardín de arena, el color del pabellón de oro, las calabazas de Yayoi Kusama o la silueta del monte Fuji recortándose en el atardecer desde la terraza de un centro comercial en el corazón de Ginza. Pero, si tuviese que quedarme con una escena de un viaje inolvidable, sería la que viví en una pequeña taberna en el mercado central de Kyoto, un lugar barato y modesto donde dos jóvenes camareras chocaron entre sí en el jaleo de la comanda. Lo lógico en Occidente habría sido que aquellas dos veinteañeras se cruzasen una selección de reproches o, como mínimo, de miradas asesinas. En lugar de eso, las dos chiquillas intercambiaron disculpas y reverencias, inculpándose ambas del pequeño estropicio. Eso es Japón: un lugar extremadamente civilizado donde suceden los mismos contratiempos que en cualquier otra parte del mundo, pero intentan siempre solucionarlos con una sonrisa, una disculpa, una inclinación de cabeza, quizá para evitar que luego sea demasiado tarde para arreglar las cosas. Guardo ese momento entre otras memorias de un verano feliz. Domo arigato gozaimasta, Japón. 

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