Opinión

Estelada, rojigualda, tricolor y también negra

EN LA urbanización en la que vive mi hermana mayor, en el sur del área metropolitana de Barcelona, hay desde el jueves una bandera más. Su color negro no ondea al viento pues nadie la colgará nunca de ningún balcón, pero flota en las miradas agitadas a los teléfonos móviles, en el eco de las televisiones que atraviesa las ventanas abiertas y en las conversaciones de piscina, bajo el signo del miedo y de la preocupación sobre cómo entrar y salir de la ciudad. 


Invisible, mas ya dramáticamente omnipresente, la enseña del Estado Islámico se suma a las que competían sobre las barandillas para dibujar un curioso y no muy común fresco de la complejidad catalana. Y también una envidiable muestra de la convivencia que sigue existiendo, pese a los muchos intentos de la prensa de Madrid por quebrarla y pese a también las no pocas pasadas de frenada de los indepes.

Desde la terraza de mi hermana mayor la primera bandera que me llamó la atención, por rara y a la vez muy relevante, fue la tricolor republicana del balcón de la izquierda. La asocié, no sé si correctamente, a la tercera vía de los de En Comú Podem, la de la defensa del referéndum de autodeterminación en sí mismo. El mensaje de la rojigualda que hay a la derecha resulta nítido, unionista, sin ningún género de dudas, como también sucede con el separatismo de la estelada, ya algo desteñida, que hay al fondo.

La presencia de la bandera independentista no sorprende, pues es con diferencia la que más abunda hoy en día en Cataluña, tanto que quien se pone a contarlas pronto desfallece, sobre todo si visita santuarios soberanistas, como el siempre tan hermoso Camprodon. Lo llamativo de esta estelada que veo al final de la urbanización es que pende de la casa de otra gallega nacida en Galicia que vino a Cataluña de niña.

Esta versión en concreto de la senyera da pie en mi familia al debate sobre si refleja un esfuerzo por aparentar una catalanidad sobrevenida, mientras se oculta una supuesta galleguidad avergonzada, o si simplemente muestra, como yo creo, el fenómeno que Gabriel Rufián, con su aire funerario y su verbo tan ingenioso como afilado, tan bien retrató en la tribuna del Congreso de los Diputados. Allí, tras presentarse como un diputado de ERC descendiente de inmigrantes, proclamó aquello de "soy charnego e independentista, he aquí su derrota y nuestra victoria".

En estos diez días que llevo en Cataluña, la mitad en Barcelona, no solo ni se me ha ocurrido ir a las Ramblas, sino que he hecho todo lo posible por evitarlas. Esta renuncia a uno de los rituales bá- sicos del visitante más o menos ocasional no tiene que ver con el temor a un atentado, pues, aunque fuese un riesgo latente, estaba casi ausente. Tanto que ni apareció en todas las comidas, cenas y cafés compartidos estos días con amigos de la profesión, pese a que Jordi Janet, el exconseller de Interior, había advertido varias veces de la amenaza, incluso en una tertulia de RAC1 en la que yo participaba desde Compostela.

Tampoco dejé de ir porque las Ramblas me disgusten. Siempre me maravillaron. Quizá en el tiempo verbal en pasado esté la clave, pues hace tiempo que las saqué de mis rutas de la nostalgia, entre la zona de la Sagrada Familia donde pasé la primera niñez y la parte vieja de Sarriá, con tilde, donde pasé la segunda, y con la redacción de La Vanguardia de Francesc Macià en el medio.

Las Ramblas, camino del puerto al que vino a trabajar mi bisabuelo coruñés y en dirección a la maravilla del Set Portes, formaba parte de otro de mis itinerarios naturales, antes de que el de la Boquería dejase de ser un mercado precioso para convertirse en un masificado hipermercado bonito, lo que tiene su mérito. Y antes de que languideciesen las manzanas temáticas, como la de las flores y la de los pá- jaros, para fundirse en la atiborrada y estandarizada postal que generó la invasión turística.

Ahora lamento no haber ido a Las Ramblas el miércoles, cuando caminé bastante por el centro. De haber sabido lo que iba a pasar el jueves, me habría sumado la víspera a la muchedumbre que disfrutaba del urbanismo del mejor manual de esta ciudad, que también es en parte la mía. Por muchas Brasilias de la España radial que hagan en la meseta, Barcelona no dejará de ser la capital natural de la península Ibé- rica. Ahí radican muchos de sus problemas presentes, como el del encaje en España, el del desborde del turismo tan benéfico como insostenible y el de haber sido incluida en el mapa europeo de la barbarie.

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