Opinión

¿Dónde está la gente?

UN DÍA conocemos a personas con las que mantenemos cierto trato durante algún tiempo, en ocasiones años, pero al cabo la vida pasa página, como si solo fuésemos anuncios, y nos manda en direcciones contrarias, que no vuelven a cruzarnos. Sucede continuamente, en todas las ciudades y capas. Llega la hora en la que no nos queda de aquellas personas ni un viejo número al que llamar, porque en un cambio de teléfono quizá decidimos borrarlo de la agenda. Y a veces pasa lo contrario: solo cuentas con un viejo número, defendido por telas de araña, pero después del piii piii, piii, piii nunca hay nada, y la llamada no conduce a ninguna parte, solo a más distancia. En el instituto salí varios meses con una chica que no volvería a ver después de irme a la universidad, pero curiosamente aún sé de memoria el teléfono de casa de sus padres. Hablábamos durante horas, aunque hoy ya no queda en pie ninguna de aquellas frases. 


De vez en cuando es imposible no preguntarse qué fue de esta o de aquel, a qué se dedicará, tendrá una casa, vivirá de alquiler, será padre o madre, estará divorciado, habrá padecido una enfermedad grave, viajará mucho o cobrará más de 70.000 euros al año.

De vez en cuendo nos preguntamos qué fue de esta o de aquel


En un golpe de azar, hace tres semanas me crucé en el metro de Madrid con Estela, una compañera con la que había coincidido en el primer año de la carrera. Al siguiente, ella abandonó Filosofía y se matriculó en Física. Nunca más volvimos a vernos. Esperando la llegada del próximo tren en la parada de Príncipe de Vergara, ella se me quedó mirando, hasta que pronunció mi nombre, y lentamente nos fuimos reconociendo del todo. Intercambiamos algunas respuestas que no necesitaban preguntas, y después de un tren al que no nos subimos, me contó que estaba en Madrid de paso. Acababa de llegar desde Londres, a donde a su vez había llegado después de una estancia de dos años en la Haley Research Station, una base científica permanente que el Reino Unido mantiene en la Antártida, frente a la costa de Caird del mar de Weddell. Me resumió qué clase de trabajo hace allí, y hasta qué punto los días en un lugar tan inhóspito se someten a rutinas inviolables, aburridísimas, pero de las que ella disfrutaba con un entusiasmo aún juvenil, pensando que ninguna hostilidad hacía mella.

Cuando le conté que yo había acabado la carrera de filosofía, y empezado al poco a trabajar en periódicos, la conversación se cubrió de tristeza, aunque en el instante que dijo que mi vida debía de ser apasionante, me reí mucho por dentro. En un momento dado, se nos hizo tarde a ambos y nos subimos al tren. Viajamos juntos durante cuatro paradas y después nos despedimos con un abrazo cargado de adioses.

En busca de la calle fue inevitable no acordarme de un cuento apasionante de Jordi Puntí que había leído semanas atrás durante una estancia en Cataluña, en su último libro, Esto no es América (Anagrama). Titulado El milagro de los panes y los peces, relata la coincidencia del narrador con un viejo amigo, Miquel Franquesa, mientras caminan por el paseo Marítimo de Barcelona. No se ven desde hace tres años, y en ese tiempo han cambiado tantas cosas que ahora Miquel incluso se hace llamar Mike. A fin de ponerse al día de sus vidas, y puesto que van bien de tiempo, se dirigen a un restaurante. Miquel le cuenta que al fin ha dejado atrás sus problemas de ludopatía, si bien trabaja en un casino. un día Franquesa decidió que había llegado el momento de dar un giro a su vida. Pensó que lo mejor para superar la adicción al juego sería abandonar Barcelona e irse… a Las Vegas.  Realquiló su piso, compró un billete de avión solo de ida y dejó su ciudad. Ahí empieza el verdadero relato, pero no diré nada más, salvo que Puntí es un escritorazo.

Ya en la calle, me pregunté cuántas posibilidades había de que volviese a cruzarme con Estela. Seguramente, ninguna. El encuentro en el metro había sido ya puro milagro. Ni siquiera habíamos intercambiado los números de teléfono o nuestro correo electrónico. También así se construyen las existencias, a base de olvidos impensados, hasta que un día, inesperadamente, te preguntas qué fue de no sé quién que formó parte de tu vida.

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