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Xoguetes para un tempo prohibido

POCOS RECUERDOS dejan una huella tan profunda en la vida de cualquier hombre como el de la primera teta acariciada. Por mucho que el calendario se empeñe en echar tierra sobre el fuego y desajustar los resortes de nuestra memoria, aquel dulce estremecimiento de la fuerza regresa a nuestro encuentro cada vez que repetimos el erótico proceso y nos descubrimos manoseando el pecho ajeno con la misma torpeza de antaño, como si nuestro instinto animal nos obligase a confundir un miembro tan sensible y delicado con una vulgar esponja de baño.

Tocar una teta se convirtió en una de mis grandes obsesiones durante la primera adolescencia, en especial tras caer en mis manos un ejemplar de Xoguetes para un tempo prohibido, ese manual de juventud que Carlos Casares se empeñó en legarnos incluso mucho antes de emprender su viaje hacia el otro barrio. El libro llegó a mis manos recién comenzado el primer curso de bachillerato, un regalo de mis padres sin más intención que tenerme entretenido unas cuantas horas, nada del otro mundo. Desde las primeras páginas, recuerdo, me quedé prendado de aquella Xenoveva a la que, en la soledad de mi pequeño cuarto, imaginaba tumbada sobre la cama con la blusa entreabierta y la falda arremangada. Los suyos fueron los primeros pechos que visualicé en mi cabeza una y mil veces, como un oscuro objeto de deseo que se presentaba ante mí con apenas cerrar los ojos y recordar algunos párrafos del texto: "Inocente federal, calquera día vante levar as alpabardas, lapón", decía ella mientras yo me ponía colorado y me dejaba llevar por la imaginación hacia el calor de su cuerpo. El porno, abundante en un pueblo de marineros de alta mar, había llegado mucho antes a mi vida que la prosa de Casares pero ninguna de aquellas francesas y alemanas redondeadas, a menudo fotografiadas en posiciones imposibles y al natural, me habían provocado la urgencia vital que me produjo imaginar, por primera vez, los encantos ficticios de Xenoveva.

Así transcurrieron aquellos primeros meses de tormento silencioso hasta que una tarde, reunida la cuadrilla habitual en la vieja Escuela de Música, alguien tuvo la genial idea de apagar las luces y desatar el caos. Enseguida reconocí otro de mis pasajes favoritos del libro en aquella novedosa situación y mientras la mayoría se dedicaban a correr y gritar como animales, de aquí para allá, yo me acerqué a tientas hacia donde suponía que debía permanecer sentada Mariña. Con catorce años y aspecto de neopija rural, aquella vieja amiga de piel blanca y apabullante desarrollo físico se había convertido, por diferentes razones, en el amor material de mi vida. Arrodillado a su lado, como un penitente que solicita el perdón antes de cometer el pecado, cerré los ojos, respiré profundamente y dejé que mis manos escribiesen el fin del relato. Años después, otra vez reunidos en una noche desangelada y etílica, Mariña me habló por primera y única vez de aquel magreo bautismal que calificó como tierno, un verdadero alivio después de haberme atormentado mil veces por lo que siempre consideré una evidente y salvaje imprudencia por mi parte. También me explicó cómo esperó durante semanas que el pequeño gesto de confianza hubiese supuesto el comienzo de algo bonito entre nosotros pero ante mi repentino silencio y mis constantes evasivas para quedarnos a solas, avergonzado y temeroso como un peregrino camino del infierno, ella desistió de tal idea y empezó a salir con un imbécil engominado de Pontevedra.

Todavía hoy, rozando la cuarentena, me descubro algunas veces regresando a los pechos primerizos de Xenoveva y Mariña, mi particular reducto de la infancia. Hace unos meses, de vuelta al nido familiar, rebusqué por toda la habitación en busca de aquel manoseado ejemplar que me habían regalado mis padres. Su ausencia me escamó, pues en mi casa pervive la creencia de que tirar cosas, especialmente libros, es propio de gente sin corazón ni memoria, así que no me quedo otro remedio que plantarme en una librería del centro y rebuscar entre las estanterías. Con la nueva edición en mis manos no logré evitar el impulso de dirigirme a una página concreta y revisar unas cuantas líneas del texto, como si de algún modo temiera que todo hubiese sido un sueño y Casares no fuese más que otro producto de mi inflamada imaginación. Allí seguía Xenoveva, por fortuna, "coa saia subida, ensinando toda a redonda negrura das súas pernas de moura".

Salí de la tienda mirando al suelo, sin levantar la cabeza ni para despedirme del librero con el que, a menudo, comparto parrafadas eternas sobre Houellebecq, García Márquez o Ronaldinho; depende del día. No fue la primera vez que me escurría sin pagar de una librería pero sí la única en que he sentido la satisfacción plena de comportarme con las miras y altura moral que requería la situación. Aquel libro, que me había abofeteado la cara por primera vez y obligado a mirar el mundo con ojos diferentes, no merecía formar parte de un vil comercio. Como el primer beso, o aquel bautismo profano con las curvas de Mariña, me pareció que Xoguetes para un tempo prohibido merecía ser robado entre temblores nerviosos y un profundo sentimiento de culpa. Así lo hice y no se me ocurre mejor homenaje a la figura gigante de un revoltoso eterno como Carlos Casares.

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