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Recuerdos de contrabando

NO ERA la primera vez que utilizábamos el autobús para trasportar el tabaco. Aprovechar los desplazamientos del equipo para sacar contrabando de la ciudad se había convertido en práctica habitual desde que el nuevo presidente se hiciera cargo del club. Un tipo valiente, el tal Lourenzo. Y listo. Durante la guerra sirvió como piloto de combate en las FARE y cuando todo terminó, en lugar de irse a Rusia como los demás, se instaló en Portugal y comenzó a mover género con una vieja avioneta: penicilina, café, cerillas, tabaco, yo qué sé… Cualquier cosa que pudiera venderse. Ahora que tiramos comida y tenemos de todo, la gente se ha vuelto muy digna, muy honorable. Les mentas la palabra contrabandista y todos se santiguan como beatas... ¡Vergüenza tendría que darles! Tipos como Lourenzo hicieron mucho bien, mal que le pese a tanto nuevo rico. Algunos ya no se acuerdan de las cartillas de racionamiento, del hambre que se pasaba, del frío, de la miseria que era Galicia… También hicieron mucho dinero, claro; nadie da puntada sin hilo. 

El caso es que, como les decía, no era la primera vez que se cargaba el tabaco en el autobús del equipo pero una cantidad como aquella no se había visto nunca. Recuerdo que incluso se arrancaron varias filas de asientos para acomodar tanta caja. ¡Cómo piaba el míster cuando vio todo aquello, mimadriña! "Así no se puede viajar, che", protestaba. "Nos va a agarrar la policía y nos vamos a ir todos al pedo, Camariñas". Yo le decía que no se preocupara, que el presidente se encargaba de todo y que no había nada que temer. La Guardia Civil padecía las mismas miserias que el resto y pocos eran los que no se dejaban sobornar con unos cuantos cartones de Marlboro y dos o tres mil pesetas. Además, el suegro de Lourenzo era comandante; el jicho lo tenía todo atado y bien atado. 


"No se puede fiar uno de los catalanes, Camariñas", seguía bufando Galiñas en su asiento mientras encendía un pitillo con otro


Galiñas era el directivo que acompañaba al equipo en los desplazamientos. Dicen que antes de conocer a Lorenzo malvivía en una casucha de Peinador con una hija enferma y una mujer que lo traía por la calle de la amargura. Ahora tiene una empresa de transportes, una nave cerca del puerto y varios camiones que circulan de aquí para allá con su apellido estampado en unas lonas amarillas que se ven a kilómetros de distancia. También una novia brasileña. Algunos dicen que le está construyendo un chalé a la negra en Samil pero la gente dice muchas cosas, yo qué sé. "Vamos a ir con calma, Camariñas; no vayamos a tener un disgusto", solía decirme mientras ascendía por la escalerilla del viejo Dodge y se acomodaba en la primera fila de asientos, siempre cargado de papeles y con una mariconera de piel bajo el brazo. 

El viaje hasta Oviedo fue una tortura, como todos. Ahora tenemos autopistas y autovías pero en aquellos tiempos te dabas con un canto en los dientes si podías recorrer cincuenta o cien kilómetros sobre asfalto. El desgraciado que parió Galicia debía tener muy mala idea, todo curvas y cuestas, caminos de vacas que recubrían con un poco de pichi y chapapote y ya los rebautizaban como carreteras. El caso es que tardamos como quince horas en llegar, yo qué sé; ya ni me acuerdo. Cada hora, el argentino se acercaba a Galiñas y exigía detenerse en cualquier prado para que los muchachos estiraran las piernas y diesen unos cuantos toques al balón. "Se nos va a romper el orto con tanto bache, carajo", le decía a Galiñas. Y este que sí, que tranquilo, que no se preocupara tanto, que el partido estaba ganado aunque los jugadores saltaran al campo con muletas. Al final terminaba cediendo y me ordenaba que parase el autobús en cualquier parte pero solo por no escucharlo más. A Galiñas le importaba el fútbol lo mismo que un peine a un calvo; lo suyo era el tabaco, el negocio. 

El regreso, eso sí, fue un funeral. Al único que se escuchaba era al propio Galiñas que echaba pestes por la boca contra el árbitro del partido, un catalán del que ya no recuerdo el nombre. "Este no sabe con quién se la juega, este lo va a pagar muy caro", decía. Según pude enterarme, tiempo después, al susodicho trencilla lo habían untado a base de bien para asegurar el ascenso pero el fulano había agarrado el dinero y se inventó dos penaltis que nos dejaron, otra vez, enterrados en aquel pozo de la Segunda División. "No se puede fiar uno de los catalanes, Camariñas", seguía bufando Galiñas en su asiento mientras encendía un pitillo con otro. Ochoa, el míster, no dijo una palabra en todo el viaje y solo cuando llegamos a Vigo se acercó a Galiñas para recordarle sus palabras: "Así que con muletas, che". Fue la última vez que vi al argentino. Lo despidieron a la semana siguiente, sin muchas explicaciones. 

Se preguntarán ustedes por qué cuento todo esto y, la verdad, no lo sé. Supongo que cada uno tiene necesidad de vender su historia, sobre todo cuando el calendario juega a la contra y el tiempo nos va quitando hasta la memoria. Nunca he podido presumir de nada pero llevo con orgullo haber sido el conductor de aquel viejo autobús donado por el Centro Gallego de la Habana. En unos años ya nadie se acordará de mí, ni de aquel equipo regentado por contrabandistas de tabaco al que todos conocían como ‘el equipo del Marlboro’. Nadie hablará del presidente Lourenzo y de su costumbre de ver los partidos sobrevolando el estadio con su propia avioneta. Nadie sabrá que una vez existió un Galiñas, un Ochoa, un Camariñas… Por eso dejo escritas estas pocas palabras, supongo: porque puedo y porque me da la gana. 

Aúpa Celta y aúpa Philip Morris.

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