Opinión

Viejas glorias

La operación Campeón se ha jubilado sin ruido ni lustre, avergonzada de sí misma


EL TIEMPO pasa lento en Lugo, causando destrozos en cuerpos y en sumarios, llenando los banquillos y los tribunales de aspirantes a campeones que se han quedado en viejas glorias. A poco que te vayas dejando, los años consumen las energías igual que consumen las imputaciones y cuando te quieres dar cuenta estás condenado a la nada, eres una nulidad.

Esta semana se ha jubilado la operación Campeón, una instrucción que ha envejecido mucho peor que su principal protagonista, Jorge Dorribo. Aún recuerdo aquel día de 2011 que fue detenido con estruendo, su voluminosa figura con una camisa de rayas azules, una cazadora roja cubriéndole el rostro y unas esposas a juego. Rollizo como un sumario que llegaba preñado de dinero, diputados, ministros, jueces, conselleiros, empresarios y quince o veinte tipos que pasaban por allí.

Esta semana, en los pasillos de la Audiencia, todo era desgana. Ni uno ni otro, ni acusado ni sumario, tenían quien les hablara. A Dorribo, su abogado y su procurador; al sumario, el fiscal. Él, todavía grande pero mucho más delgado, tal vez un poco demacrado, con su amago de melenilla ya gritando su escasez y, pese a todo, con una la dignidad callada de quien sabe que todos los que en ese momento trataban de no cruzar la mirada con él estuvieron en otros momentos subidos a sus lomos de lujo y dispendio. El sumario, por su lado, llegó huidizo, escurrido hasta quedar en los huesos, dispuesto a pasar el mal trago sin hacer mucho ruido, sin lustre ni el consuelo de que le quiten lo bailao.

De aquellos yates y deportivos y jets que vimos en los primeros tomos, de aquel entramado de empresas que eran el pasmo y la envidia, de aquellos millones que entraban y salían como calderilla, de aquellas cenas de notables en reservados de postín, de aquellos ministros llenando el depósito en gasolineras, de aquellas juezas intocables... de todo aquello ya no quedaba sino una pregunta: ¿Para qué?

Yo estaba allí, el día de la detención y el día del juicio, y todos los días entre medio, y tampoco tengo una respuesta. Aún así, quiero pensar, tengo que pensar, que de algo habrá servido. Me refiero a algo más que para este final.

Supongo que, después de todo, tampoco es un mal final, si es que al final es este y no se encuentra una causa de nulidad que aún lo haga más descorazonador. El ministerio público -que somos todos- se va con un matojo de condenas que poder presentar como trofeo y los condenados, con unas penas llevaderas después de haber pasado unos años terribles.

La duda que me queda es la moraleja. Cuál es, quiero decir. Yo, como supongo que la inmensa mayoría de las personas, no deseo personalmente a nadie la cárcel y el castigo perpetuo si no lo merece. No me causaría especial satisfacción ver en prisión a unas simples empleadas que se limitaron a cumplir las órdenes de un jefe desbocado, a un empresario que infló una factura o a un funcionario que confundió el fuero con el huevo. Todos son delincuentes, lo han reconocido ellos mismos, pero dudo de que su entrada en prisión sirviera para conseguir una sociedad más sana.

Pero, por otro lado, como miembro de esa sociedad también me pregunto qué tipo de mensaje estamos lanzando, cómo debemos asumir este desenlace como comunidad. Cualquiera estaría en su legítimo derecho de entender que si en algún momento se decide a robar o a defraudar lo ha de hacer a lo grande, de manera que las penas y las multas a las que se arriesga sean tan elevadas que mueran por su propio peso, que sean inaplicables. Cualquiera puede pensar, y más viniendo de donde venimos, de ese desfile impúdico de banqueros y corruptos riéndose en nuestra narices, que la impunidad se ha convertido en ley.

También es legítimo cuestionar el funcionamiento de un sistema de Justicia en el que nadie paga por las chapuzas, por los cientos y cientos de miles de euros invertidos en una investigación que a lo mejor, de haber estado enfocada con más sentido común por parte de todos sus actores, hubiera tenido un final muy diferente, otro que no se avergonzase de sí mismo por el miedo a una nulidad. Esos cientos de miles de euros invertidos en ello también son fondos públicos que salen de la misma caja común que los que defraudaron los acusados. Desgraciadamente, esta vez tampoco habrá responsables, como las veces anteriores y como las próximas. Que las habrá, mucho me temo que las habrá.

A lo mejor es que los años también están causando estragos en mis certezas, convirtiendo las verdades rollizas en dudas demacradas, pero sigo preguntándome: ¿Y todo esto, para qué?

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