Opinión

Burkini de andar por casa

Nuestra sociedad no puede permitirse ni un paso atrás en la defensa de los espacios de libertad ganados a la religión

NO HA sido un mal verano. He conseguido salvarlo sin mayores tragedias familiares con un par de chapuzones cortos en la piscina del pueblo, entre partida y partida de mus, y otro par de visitas a la playa, breves y con chiringuito. Todo un logro si se tiene en cuenta que mi mujer y mis hijos podrían ser perfectamente anfibios. Mi relación con el agua como elemento recreativo, sin embargo, siempre ha sido conflictiva.

Me pasa un poco, además, como a las dos jóvenes musulmanas que han ido a bañarse al parque acuático de Vilalba en burkini de andar por casa, que no les gusta mostrar su cuerpo en bañador. A ellas, dicen, por respeto a sí mismas; a mí, por respeto a los demás.

Con un cuerpo malo de mirar como el mío, el bañador no es una prenda que me haga sentir cómodo, lo estaría más hasta con una bata de boatiné. Que, por otra parte, tampoco estaría mucho más fuera de lugar que el atuendo que querían usar estas dos chicas en las piscinas vilalbesas, que no era en realidad un burkini, una prenda diseñada para el baño —"porque en Lugo", nos ilustra una de ellas, "no hay donde comprarlo y pedirlo por internet sale caro"—, sino unas mallas, una camiseta larga y un velo.


Lo que es una sencilla regla de convivencia se lo han tomado como un ataque directo a su religión


Reconozco que yo también me sentiría menos violento de esa guisa, si no fuera por el pequeño detalle de que no está permitido bañarse vestido en una piscina pública. Es una norma, entiendo, que no tiene nada que ver con la religión, sino con la higiene. Si quieres bañarte, la acatas, y si no, pues te vas a la playa o al río, que es donde al final se bañaron estas dos chicas sin que nadie les pusiera ninguna traba. Y lo mismo para quienes quieran bañarse en pelotas, es muy simple, nadie te obliga.

Lo que parece una sencilla regla de convivencia se lo han tomado estas dos jóvenes como un ataque directo a su religión, que en este caso es la musulmana pero que, para el caso, lo mismo debería dar. Supongo que si dos monjas se hubieran presentado con sus hábitos en las piscinas de Vilalba dispuestas a encontrar el éxtasis teresiano en los toboganes habrían recibido la misma respuesta, por muy católicas que fueran.

Una de ellas, en la entrevista que publicó en este periódico mi compañera Sabela Corbelle (qué paciencia la de esta mujer), se presenta como lucense conversa —convertida en musulmana, no en lucense— y pone sin pretenderlo el foco en el auténtico problema: "Lo que pasa es que aquí, en España, no quieren que la gente siga esta religión porque no conviene. Cambiarían muchas cosas con el islam, como la juerga. Aquí el ocio está centrado en irse de fiestas, en el sexo y en la droga. En mi religión está prohibido el alcohol y yo ni fumo, ni bebo, ni me drogo". No aclara nada sobre su actividad sexual, aunque voy a suponer, por el contexto, que es igual de limitada.

Y no le falta razón, aunque para llegar a esa conclusión no le hacía falta convertirse al islam. A poca atención que hubiera prestado en sus años de cristiana podría haberse dado cuenta de que la juerga tampoco tenía mucho predicamento en el catolicismo, y mucho menos el sexo, así que si quería optar por una vida de abstinencias lo tenía fácil.

Y ahí está el foco del problema: que por aquí llevamos ya unos cuantos siglos de lucha para liberarnos de los yugos de la religión, en este caso de la que nos ha tocado, para que cada uno sea libre de follar, drogarse, beber o divertirse como considere oportuno y con quien le apetezca. Para que cada uno sea libre incluso de no hacerlo. Para que cada uno pueda creer en el dios que más se le acomode, e incluso no creer en ninguno.

La del laicismo no ha sido una lucha fácil, y pese a los notables avances todavía está muy lejos de ganarse. Pero es una batalla justa y necesaria para que nuestras sociedades democráticas hayan podido llegar a considerarse, siquiera mínimamente, libres. Y es esta, y ninguna otra, la cuestión central, el foco desde el que se debería alumbrar el problema que todavía tenemos con muchos de nuestros profetas y los que estamos empezando a tener con los profetas importados.

No podemos permitirnos retroceder ni un paso. Entrar en el debate de si alguien puede vulnerar por motivos religiosos cualquiera de las normas de convivencia de las que nos hemos dotado después de tanto esfuerzo, simplemente porque lo veamos como algo tan nimio como bañarse en una piscina pública vestida, es desviar la atención de lo fundamental y abrir la puerta a todos nuestros demonios pasados y futuros.

Creo que nuestra civilización occidental ya ha sufrido demasiados siglos de oscuridad disfrazada de devoción como para ceder ahora ni uno solo de los espacios de laicismo ganados. Ni al cristianismo, ni al islam, ni a ninguna otra religión. Porque la única manera de que cada cual pueda rezar sin miedo al dios de sus milagros es que todos puedan elegir también no rezar a ninguno. Así que a bañarnos vestidos, al río.

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