Opinión

Una almohada

Para un turista sin alma de viajero el regreso puede ser el mejor principio de viaje


AHORA YA nadie quiere ser turista, están mal vistos. Ahora nos llamamos todos a nosotros mismos viajeros, como si en un fin de semana en Quintanilla de Onésimo o en Guarromán o en La Manga fuéramos a descubrir el ser íntimo de su pobladores y, con ellos, el sentido de nuestra propia existencia, regresando a nuestro punto de partida como seres nuevos, reconfortados y definitivamente completos. Como si cada brazada en la piscina de aquella casa de turismo rural en Picos de Europa fuera una travesía por el río Congo arriba en busca de Kurtz. 

A mí esta moda me llega tarde y me cansa mucho, me agota. Ni siquiera fui, mientras pude, un buen turista, como para dármelas de viajero a estas alturas del viaje. No tengo nada en contra de que la gente inicie un nuevo viaje interior cada vez que entra a buscar habitación para dos días en AirBnb, pero yo me voy conformando con el turismo más pedestre. Y en pequeñas dosis, sin exigencias ni inmersiones de glamour.


Yo, de momento, aún estoy en edad de reencuentros, de la recompensa del regreso para el turista


Debe de ser, ya digo, que me llega algo tarde, cosas de la edad. Noto, sin embargo, que, a cambio de mi simpleza, el tiempo me va recompensando con el placer del regreso. Una recompensa cuya intensidad es directamente proporcional a los días pasados fuera. Si se aguantan los suficientes, la sensación de entrar por la puerta de casa y ver mi sofá se puede acercar de forma preocupante al orgasmo. Uno modesto, no vamos a exagerar, como para adentro, un orgasmiño. 

Es algo que se va agudizando y últimamente me pasa incluso cuando regreso de viaje de mi infancia, a la que también dicen patria. Por el precio, no deben de quedar ya muchas cosas tan gratificantes como una buena temporada en el pueblo. La casa bullendo de hijos y sobrinos, las partidas a las cartas y las broncas descontroladas con los hermanos por cualquier chorrada, los abrazos y los reproches de la madre, las comidas sin un mañana, la llorera por los que faltan, las risas de los amigos de siempre, las rencillas solo aparcadas pero nunca olvidadas con aquel vecino, el río que ya apenas moja con la sequía, el paseo entre las viñas. 

Todo lo que merece la pena echar de menos, sí, pero el tiempo justo para no echarlo de más. Como esa habitación que te ha criado, en la que superaste tus miedos nocturnos y disfrutaste de tus primeros vicios compulsivos, esa cama en la que despertaron tus primeras resacas y en la que siempre dormías como el niño aquel... hasta que llega el día en que los crujidos de la vejez del somier y la madera hacen que ni siquiera te puedas dar la vuelta sin despertar a medio pueblo, y ese muelle que antes podías ignorar con una leve finta de cadera ahora se clava en el costado y te amarga la noche como aquella vez que el desgraciado de Fernan, porque siempre fue un desgraciado, desde que íbamos al colegio, y sigue igual, te levantó a aquella veraneante de Madrid en la verbena de Cordovín. Al año siguiente la chica no volvió a veranear al pueblo, que se joda Fernan, que además lo acaban de operar de una rodilla y tiene dos hijos que no los aguanta ni la madre que los parió, unos desgraciados igual que él. 

Y la almohada. Supongo que uno se empieza a hacer mayor cuando empieza a echar más de menos a su almohada que a un hijo que se ha ido de Erasmus, cuando la almohada de tu años primeros, de tu patria, ya no te abraza, ni te acurruca, ni te acaricia, solo te rompe el cuello. Ninguna es ya lo suficientemente dura ni lo bastante blanda, y es demasiado alta si metes debajo ese cojín, pero demasiado baja si lo quitas... Creo que es de esto de lo que hablan cuando hablan de madurar: establecer una relación estable con tu almohada, un amor tierno como dos ancianos queriéndose bajo las sayas de una mesa camilla.

Los habrá que viajen con su almohada, no me extrañaría. Yo, de momento, aún estoy en edad de reencuentros, de la recompensa del regreso para el turista: un sofá hecho a tus huesos, un mando de televisión con los canales en su sitio, un baño en el que sentarte a tus horas, una página de periódico y una almohada. Una patria.

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