Opinión

Comer bombillas

"... O JUNTÁIS cinco duros o no como la bombilla ¡coño!". Soltamos la pasta. Toalla blanca enrollada en la cabeza, paño tapando los ciruelos y un moreno andamio y delator. Un espectáculo ver a aquel tío comerse la bombilla. Es verdad. No era amable como Gandhi, que insumiso y detenido en innumerables ocasiones por la independencia, cuando iban por él levantaba su pequeñez dificultosamente y, rostro feliz bisbiseaba "jamás rehúyo la hospitalidad que me brinda su Majestad de alojarme en uno de sus hoteles".

Pero aquel faquir de las Fiestas de la Peregrina no había estudiado en la escuela diplomática. Y nos miraba retador mientras nos advertía, mitad de su barba grisácea "o los cinco duros o la bombilla la come la madre que os parió". Y entrábamos -a ver, a la fuerza ahorcan-, por la correa, porque aquel espectáculo era mejor que un Pontevedra-Madrid; mejor, dónde va a parar, que meternos en verano en bicicleta por la canalización del Gafos hasta la Tablada.

Reunidos los cinco duros, el tío, acuclillado sobre una estera elevaba una bombilla de 40 vatios como eleva Julián Barrio el cáliz en la catedral y, tras bajarla y cubrirla con una toallita, le propinaba un puñetazo. Luego, masticaba y engullía los trozos de cristal como saboreando unos sabrosísimos percebes. Jamás necesitó aquel artista los servicios de dentista alguno. Tampoco consta que un cristal traidor se le atravesase en una hemorroide. Mucho menos que precisase antiácidos o se lo cepillase un cáncer de esófago. Con clusa aquella peculiar mariscada, el tío extendía los brazos y nos enseñaba las palmas de sus manos, como dándonos a entender que su número había finalizado y que ya nos podíamos ir a tomar viento. Eso denotaba aquella gestualidad ritual y meditada que traslucía un odio infinito a los niños, porque el faquir, seguro, nos hubiese devorado, de haber podido, con la misma voracidad con que Arnaldo Otegui cocea el diccionario.

Aquellas sí que eran fiestas. No venía Fangoria, pero un feriante le rompía los dientes a otro con la cadena de una bicicleta: "esto para que non me volvas tocar os collóns poñendo o tenderete diante do meu"; y allí no intervenían los vacenillas porque los municipales eran pocos y además se mostraban partidarios de la autorregulación entre partes, aunque fuese una autorregulación sanguinolenta, tipo matanza del cerdo más que una disputa entre industriales.

Tampoco tocaba Morat, pero teníamos a Ismael Patata soplando su saxofón de plástico y convirtiendo Pontevedra en Woodstock, en una capital mundial del rock. Porque el fervor de Ismael en la interpretación era como el subidón de jaco que voló los sesos de Hendrix y Joplin.

Y no, ninguna cantante joven ponía a bailar a la gente frente al Concello, pero aún vivía Finoca, que tenía una barba tan espesa como el Mato-Grosso y una cintura que más que eso era la M-30, una circunvalación adiposa. Y comprensiva con el prójimo, Finoca rebajaba el precio del polvo por las fiestas, que a ver si no.

Y Neno se ponía la corbata y se mamaba un poquiño el día de la procesión, e incluso el mono de las Palmeras ya no se la cascaba delante del público, se conoce que el mono, inteligentísimo, percibía el ambiente festivo. Eso o que lo había advertido Don Peregrino: "Oye, Tití, cuidado con los actos impuros por la Patrona"; y Matagusanos dejaba hacer a la parejas, y sangre y Adonis y mis queridos superhéroes infantiles pontevedreses se vestían de gala para adornar su diferencia, porque había quienes se reían de ellos y decían que eran los tontos del pueblo, por más que yo, qué quieren que les diga, cincuenta años después tengo claro quiénes, en realidad, eran los verdaderos tontos.

Y entonces surgió entre nosotros una disputa: si la bombilla que el faquir comía estaba fundida o no. Y Trueno venga que la bombilla no estaba fundida y que ahí radicaba lo caro del número del faquir. Y recordaba el precio de las bombillas de Ferretería Quintillán. Y entonces iba Militiño y lo atajaba sin consultar tratado alguno de buenas maneras y le decía a Trueno que (dispensen) "era más tonto que los pelos del culo, que ven venir la mierda y no se apartan; que las veinticinco pesetas que el faquir cobraba eran para Ribeiro, que el faquir no era de Calcuta sino de Andurique y que se llamaba Eligio y vivía en Poio pequeño, y que había estado a punto de triunfar en Televisión Española, porque lo firmaran para ir a comer bombillas a "Galas del sábado, el programa de Laura Valenzuela" y, finalmente añadía, muy serio para apuntalar su argumentación "que ya estaba contratado, pero el día anterior agarró una mamada de Rioja y terminó hospitalizado, y entonces los de la tele le dijeron que allí no actuaban beodos (así, beodos) y le rescindieron el contrato. Y entonces el faquir volvió para Poio y comenzó a comer bombillas por las fiestas, y también a decir que los de la tele eran unos falangistas y unos hijos de puta".

Y fue en ese 1.968 que al cronista le hicieron una foto en plenas Pelenjrinas, que era como llamaba a las fiestas la madre de Cadáver, otro del barrio, otro de esa Fernández Ladreda donde ahora aparecen dedos humanos, que la gente lo va dejando todo tirado por ahí. Pues en las Pelenjrinas, subido a un caballo de cartón, tocado con sombrero mariachi ("¡hijos de la chingada!") me calcetaron una guitarra. Y entonces me convertí, todo en uno, en Juan Gabriel, en John Wayne y en el maestro Rodrigo, sobre todo en el maestro Rodrigo, porque aunque la guitarra no tenía cuerdas, como la arañaba yo, qué punteos, qué acústica mágica entre el Dulce Cotón y el Bumper Royal, entre el Tiro Madrid y Miss Enigma, la chica sin cuerpo, entre el Muro de la Muerte y Amparito, el del martillazo a las puntas, que acuñó un reclamo publicitario más lleno de contenido que el Códice Calixtino: "Esta noche…¡a clavar! ¿Dónde estarán las criaturas?", y Amparito, que en realidad era un tío, daba un martillazo a la punta invitando a la concurrencia a introducirla, de un golpe, íntegra en la madera. La recompensa, un paquete de Record, aquel tabaco indulgente plenario con el cáncer de pulmón.

Y en aquella foto de aquella noche de Pelenjrinas mis orejas pugnaban por salirse del encuadre. Porque el cronista, honesto de natural, faltaría a la verdad si no reconociese que, de crío, tenía unas orejas de concurso, unas orejas que hasta cuando su madre lo llevaba a Foto Chao, Ruinas de santo Domingo, el fotógrafo la miraba con cara de reproche y decía: "señora, estas orejas…". Y tenía que cobrarle el doble, que decía que el papel de revelado no le llegaba porque aquellos pabellones auditivos eran más propios de cría de paquidermo que de infante.

¿Y el faquir? Volví a verlo una noche en la discoteca Golope. Había envejecido y cambiado su número. Ahora, abría la boca e introducía una aguja de calcetar por la mejilla. Me apenó mucho que alguien entre el público, carente del más mínimo sentido artístico e insatisfecho con su número gritase "¡metea polos collóns!".

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