Opinión

Turismofobia y la marca España

Uno de mis entretenimientos favoritos del verano es el debate de corte patriótico que, casi sin darnos cuenta, ha ido ocupando el sitio que dejaron tras de sí grandes clásicos de la polémica canicular como las previsiones meteorológicas para Galicia, el posado-robado de Ana Obregón o el tiempo de espera necesario para evitar al tan temido corte de digestión. Desde hace unos años, supongo que por un exceso de información y la irrupción de las redes sociales, nuestro espíritu tertuliano acostumbra a centrarse en graves asuntos de interés nacional y, no sin cierta desazón, parece que la turismofobia ha desbancado a la niña bonita de pasados tormentos estivales: Gibraltar.

Así las cosas, no resulta exagerado apuntar que el último barómetro del CIS confirma un cambio de tendencia que ya se intuía en playas, chiringuitos y otras cámaras representativas de la soberanía nacional: la izquierda está ganando terreno a derecha y los españoles ya no nos revolvemos furiosos contra los hijos de la pérfida Albión por la ocupación del peñón sino por la invasión de nuestras terrazas. "Me alisté en la infantería para hacerme famoso y dejarme matar por seis peniques al día", solía presumir el músico y dramaturgo inglés Charles Dibdin antes de saberse que a los modernos tercios españoles nos mueve la mera perspectiva de quedarnos sin mesa en nuestro local de ocio favorito: morir no es más que un trámite ante la ausencia de cerveza y ahí reside nuestra verdadera fuerza.

Tiene la turismofobia algo nuevo, algo viejo, algo azul y algo prestado, como el atuendo de una novia tradicional el día de su boda. El aspecto novedoso del asunto reside en que España siempre se ha considerado tierra de buena acogida para cualquier visitante dispuesto a gastarse el dinero en vicios, sobre todo de quienes no exigen factura. Tiene de viejo, por el contrario, cierto punto de xenofobia residual que campa a sus anchas por este país desde que se acuñó el término castellano viejo y la pureza del linaje empezó a importar más que las personas. Del color de la esperanza encontramos esa actitud tan nuestra ante los problemas que simboliza como nadie Alberto Sanjuán en la película Airbag cuando, tras un incidente con la Guardia Civil y rebozado en cocaína como un rapante, decide comprarse unas gafas de sol y tirar para adelante decretando que, mal que bien, el mundo es azul. De prestado, y por rematar, se palpa la escasa originalidad que a veces demostramos los españoles y la sensación de que hemos importado un debate usado que antes entretuvo a otros países vecinos como Francia, Grecia o Italia.

Es el de la masificación turística un problema que apenas roza a Galicia con las uñas de los pies y en su capital, Santiago de Compostela, infestada de peregrinos a los que Manuel Fraga y el otro dios, ese al que llamaban Yahveh, han conducido por el camino de la excursión como a la familia Neymar por la vía del tormento multimillonario. El mundo sigue convencido de que en la tierra de Rosalía y Iago Aspas llueve casi todos los días, una teoría tan falsa como beneficiosa y que se podría desmontar con un dato sencillo: de la docena de grandes empresas paragüeras que sustentaban nuestra economía hace unas cuantas décadas apenas sobrevive una, así que tanto no lloverá. Y haremos bien en callar, en dejar que el mundo nos siga considerando una tierra triste y mojada a la que solo compensa ir en los meses con erre. Uno examina esas instantáneas tomadas en las playas de Benidorm, o en las principales calles de Barcelona, y no puede más que felicitarse por haber sabido custodiar el secreto de que Galicia es el mejor país del mundo, también para veranear.

Personalmente, lo más parecido a la turismofobia que he visto de cerca fue aquel verano en que Severino alquiló un piso de su casa a una familia de catalanes y Campelo se levantó en armas ante la sospecha, bastante infundada, de que venían a robarnos los caracoles. En realidad, el gasterópodo común siempre había sido visto como una plaga y con las playas llenas de ostras, almejas, nécoras y navajas, a nadie en su sano juicio se le hubiese ocurrido meterse semejante vulgaridad en la boca. Pero eran catalanes y tal condición, incluso antes de que Intereconomía y Jiménez Losantos iniciasen su cruzada catalanófoba, pesaba lo suyo en una sociedad rural que seguía imaginando a los comunistas como demonios barbudos de piel roja, cuernos y rabo. La cosa terminó bien pues alguien se encargó de alimentar el rumor de que Joan, el cabeza de familia, era un alto directivo de la Seat y pocas cosas son capaces de torcer nuestra voluntad de lucha como la perspectiva de agradar a la alta burguesía.

En el centro del debate, sospecho, se encuentra una cierta obsesión de la extrema izquierda por renegar de la hostelería como si cocineros o camareros fuesen obreros de segunda, seres marginales a los que convendría desterrar de la tierra prometida y sustituir por máquinas expendedoras o sacerdotes represaliados, quién sabe. La masificación siempre supone un problema y parece recomendable que España aborde el debate sobre un nuevo modelo turístico cuanto antes. Lo que no parece responsable ni acertado es azuzar al pueblo, a usted y a mí, para tomarnos la justicia por la mano y salir a cazar guiris, pinchar ruedas de bicicletas o desalojar pisos de alquiler. La cordura acostumbra ser buena consejera y este parece buen momento para abandonar el ruido interesado y dar paso a la razón. Otra opción, si queremos seguir por los mismos derroteros, consistiría en deportarlos a todos al peñón de Gibraltar y ahí sí, querido lector, habríamos matado dos pájaros de un solo disparo: la verdadera naturaleza de la marca España.

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