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El resto, estiércol

CUANDO PATTON se hizo cargo del ejército de África arengó a las tropas. Les dijo que no creyesen la falacia de que iban a ganar la guerra muriendo por su patria, sino matando a los cabrones que querían acabar con la suya. Luego añadió: el resto de lo que os digan es estiércol. En Patton hay algo de sicópata adormecido, de héroe trascendente. Clarísimos dos conceptos, patria y libertad, sus creencias eran tan firmes que matar no constituía para él ningún problema. Era, sin más, la esencia de su deber: Acabar con el enemigo. En una ocasión -Patton no negaba ser una prima donna del generalato- discutiendo en campaña con Montgomery quién llegaba antes a un objetivo -la gloria militar no admite concesiones-, Patton optó por la solución más gravosa en vidas humanas. Pero no dudó. Tomado el objetivo, visitó la tienda habilitada como hospital de campaña. Ante un joven soldado, vivo pero sin medio cuerpo, Patton se arrodilló; sin evitar las lágrimas le susurró al oído unas palabras de consuelo y colgó de su almohada la condecoración. Luego rezó. Patton solo hincaba la rodilla ante dios o ante un valiente. Pero Patton, que exaltaba intensamente el valor odiaba del mismo modo la cobardía. En esa misma enfermería de campaña, acurrucado en uno de sus fondos temblaba un soldado. Patton se acercó a él y preguntó. Qué te pasa, muchacho. Él soldado contestó. Son los nervios, señor. No soporto los bombardeos. Ah sí ¿eh?, dijo Patton. Doctor, diagnóstico de éste. El médico quiso convertir en ciencia el miedo y dijo que era tensión de guerra, una suerte de patología que encubría el pánico a morir en combate. Gallina de mierda. Patton lo levantó agarrándolo del pecho y mientras lo abofeteaba gritó maldito hijo de puta indigno, vas a salir ahí a combatir con tus compañeros. Doctor, dele el alta a este cobarde. Luego hizo amago de sacar su colt de cachas blancas y terminó su párrafo: debería matarte aquí mismo. Me iré de Patton a Luther King. Recuerdo a este negro magnífico en la tele de los sesenta, orgulloso del color de su piel. En pie de guerra pacífica clamando justicia racial. Un revolucionario presiente que no albergaba la más mínima duda de que su discurso, en la américa racista de los sesenta, se lo llevaría por delante. Un héroe de los pies a la cabeza que depositó la simiente de la igualdad de derechos entre blancos y negros. Incluso de Gandhi me acuerdo ahora, que partidario de la indisolubilidad de La India y Pakistán no titubeó en su coqueteo con la muerte en una huelga de hambre tan coherente como perseverante, solo abandonada cuando le dieron garantías por escrito de que esa unidad no se pondría en tela de juicio. Me acuerdo de Patton, de King y de Gandhi por la fuerza de sus convicciones. Y por su empeño en convencer al mundo de la justicia de sus reivindicaciones. Prestos a morir por sus ideas. Incluso alguno de ellos, dispuesto a matar por ellas. Por la libertad y la justicia. Estos días atrás, viendo declarar a Mas y a Homs se me aparecieron Patton, King y Gandhi. Enormes. Descomunales en su trascendencia histórica mientras se empequeñecían las figuras de Mas y Homs, increíbles hombres menguantes. Ídolos de barro de insignificancia vergonzante incluso para aquellos catalanes de buen corazón que, algún día, confiaron en el castillo de plomo sobre arenas movedizas que intentaron erigir. Fíjense. Hasta yo sería comprensivo con la causa independentista si viese a Mas, como a Companys, declarar el Estado Catalán desde el balcón de la Generalitat. Sin trapicheos. Sin fraudes de ley. Jugándose la cárcel. Con dos cojones. O a Homs arengando desde TV3 a los separatistas catalanes, como Patton a las tropas de África. O a Joan Tardá organizando la marcha de un millón de catalanes -me llegaría- de Barcelona a Madrid y reclamando el solipsismo nacional catalán. Pero saben qué. Que en estrados solo he visto tacticismo en los declarantes. Sí pero no. Excusas exculpatorias en los justiciables Mas y Homs que iban de asumir los hechos en un reconocimiento expreso de culpabilidad a negarlos inmediatamente derivando la responsabilidad a los voluntarios. Haciéndole quiebros al lenguaje para, tirando de eufemismos, calificar de proceso participativo lo que cualquier estudiante torpe de primero de derecho identificaría como referendo inconstitucional. El día que el independentismo catalán deje de ser folklore y trapallada jurídica para comportarse de modo serio y valiente, aceptando la trascendencia de su actos, seré el primero en reconocer la legitimidad de sus reivindicaciones (la legitimidad, porque la legalidad es otra cosa). De momento no he visto en Mas y en Homs más que el tacticismo elitista, trapacero y acobardado de dos políticos mediocres. O sea, estiércol.

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