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Virginia, cómprate una crema

EL JUEZ Castro habló hasta que la jubilación amenazó con acabarle las pilas. Y ni así. A través de sus proveídos habla el buen juez instructor. Castro se obsesionó con la infanta y ella huyó a la carísima Zúrich, donde se pagan dos euros y medio por mear en una estación. A lo mejor, hablando un poco menos no se le escapaba la infanta. Castro tomaba café con Horrach. Horrach suena a graznido de cuervo: ¡Horrach…! A Horrach se le reprochó connivencia con la infanta, pero eso se compadece mal con que obtuviese la condena de su marido. Fiscal bueno es el que interroga con pertinencia y acusa con escritos argumentados. Horrach también habló de más y al final las penas fueron menos. En el caso Nóos Torres era el delineante financiero. Condenado antes de ser juzgado, Torres olía a pena, a trena y a cabeza de turco. A pena de Código, a trena recién inaugurada y a cabeza de turco resesa. Lo señalaron cuando saltó el escándalo y como no tenía enchufe ni asidero político se fue al carajo. Ganó dinero pero era el pobre de la causa. Un pobre solemne sentenciado de antes porque Iñaki precisaba un compi de fatalidad. La cárcel demanda siempre un chivo expiatorio como socio. Luego está Matas, que es la encarnación del ascenso a las cumbres y el descenso a los infiernos. Matas es un funámbulo cabizbajo en la escalera de Jacob, que no levanta la voz ni para quejarse. Matas pasó del palacio mallorquín a la celda, de la cartera ministerial a la escoba que barre la galería y del traje de Armani al mono de recluso. Amamantado a los pezones de Aznar (qué grima) Matas añora el aforado desarrollismo aznarista de cláusulas leoninas, preferentes pícaras y ladrillo inflado con artificio. Aquello se desmoronó y solo subsiste Rajoy porque Rajoy es como la viejecita de ‘El Quinteto de la Muerte’, una adorable anciana a la que cinco facinerosos querían matar para robarle y terminaban, sin ella enterarse, muriéndose por casualidades fatales. El destino protegía a la abuela como a Mariano. Alrededor de Rajoy todos mueren: Rubalcaba, Sánchez, Aguirre, incluso Aznar, que se mataba a hacer abdominales para acabar con Rajoy mientras él soplaba volutas del puro humeante, veía la Eurocopa y advertía con la lluvia. Y al fin Urdangarin, semental que iba a mejorar la raza borbónica con una bola de churumbeles rubitos y arianizados. Era el yerno bello de la hija guapa del Borbón. Marichalar era el capero podólogo que iba a quitarle un callo al rey. Tamaña enormidad soltaban los castizos de lengua sucia. Pero tanta perfección es insoportable y Pedralbes detonó la bomba de Revenga, dijo Urdangarin. Que a él plin. Que él no daba un paso sin Revenga. O sea que tenemos a Revenga como supervisor de empalmes porque Iñaki se reputaba duque empalmado y le enviaba mails con tías en bolas. Luego en pleno coito dinerario, en el éxtasis del aquelarre negocial irrumpieron unas diligencias previas con la fuerza de un gatillazo inoportuno. Y aquella erección de cuartos se volvió morcilla primero y luego percebe atrófico. Y hubo que vender Pedralbes para pagar pufos civiles y penas pecuniarias. Y vimos a la infanta mantener el tipo en sala, luciendo pelo rubio y ese lunar de meiga real que vulgariza el nácar de su cutis. Su voz gruesa resonaba en juicio porque en Cristina hay algo más de Manolo atlético que de infanta sucesoria. Por la espalda rajaba y decía que quería dejar esta mierda de país. Qué raro. No hace mucho pensaba que este era el mejor lugar para su camada y casó en la Barcelona gótica, que es la avanzadilla descentralizadora de las Españas. Y en el pujolató que incorporó el tres por cien como orla del principado empezó la quimera de una república catalana pobretona, una Catalonia de butifarras y delirios a la que hogaño le envían los boticarios el cobrador del frac. Una amiga azafata que recibió en un vuelo regular a Doña Sofía supo qué cosa era la realeza. Preguntó cómo estaban Elena y Cristina. Con tuteo. Doña Sofía la fulminó con la mirada y le dijo ¿se refiere usted a las infantas de España? Y ahí supo mi amiga que a Doña Cristina no la iba a alcanzar la onda expansiva del Nóos. Vamos por ahí quejándonos de que aquí roba todo cristo y no pasa nada, pero algunos caen. Afortunadamente nos quedan fiscales y juezas. Porque aunque en Nóos acusó el pueblo, el pueblo era Virginia López Negrete, la abogada de Manos Limpias. Pero Manos Limpias tenía las manos sucias. Negrete llevaba en sala un maquillaje facial que era como el betún mal aplicado de un zapato marrón. Virginia, reina: Con la minuta, cómprate una crema.

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