Blog | Que parezca un accidente

La maldición y Rafa Cabeleira

HABÍA QUEDADO con Rafa Cabeleira en el Liceo Casino de Pontevedra, donde ambos solemos reunirnos todos los meses para debatir sobre el romanticismo alemán y, en particular, sobre la influencia del pietismo en la obra de Friedrich Hölderlin, y en un momento dado, mientras me dirigía a mi cita con cierta premura, una anciana me abordó cerca de la Praza da Leña implorando bruscamente una limosna.

Yo iba tan abstraído que la detención me sobresaltó y continué caminando sin prestarle atención, fingiendo torpemente no haberla entendido, levantando las palmas de las manos hacia ella como si al mismo tiempo me disculpase y quisiese detener un penalti. Al sentirse ofendida por mi desprecio, que en realidad no era tal, sacudió en el aire un ramillete marchito que llevaba en un ceñidor y me lanzó una oscura maldición. Yo no había interrumpido mi marcha y observé que ya mediaba cierta distancia entre nosotros, así que pensé en desandar unos metros por pura cortesía para que la buena mujer se asegurase de acertarme con el conjuro desde donde estaba. "Aunque estará acostumbrada a maldecir a lo lejos -recapacité-. Seguro que hasta es capaz de maldecir a quinientos metros". Y me alejé pensando en cuánto es exactamente quinientos metros y en la posibilidad de que existiese un récord de lanzamiento de maldiciones.

Desde aquel día soy un hombre maldito. Me lo noto. Es una de esas cosas que sabes sobre ti mismo por intuición, como cuando una comida te va a sentar mal o tu equipo va a remontar el partido. Algunos días me levanto de la cama y, si ha cambiado el tiempo, murmuro "joder, cómo me duele hoy la maldición" mientras me palpo la zona lumbar y emito breves gemidos de camino al cuarto de baño. "No me sirva usted más whisky que después se me sube la maldición a la cabeza", suelo especificar en el bar. Sin embargo, encuentro en esta extraña situación de condena y tormento cierta satisfacción. Hay algo peligroso y sugerente en estar maldito. Algo arriesgado pero tentador. Como liarse con el chico malo del instituto. Uno va por ahí sabiéndose distinto al resto. Sintiéndose especial. "Contando a todos los reprobados del trabajo, estamos el endemoniado de contabilidad, el tipo de recursos humanos que deambula los domingos y festivos con la Santa Compaña y yo". No todo el mundo puede presumir de algo así.

Recuerdo que hace un tiempo se comentaba que todo aquel deportista que protagonizaba el anuncio de una conocida marca de natillas sufría un retroceso en su carrera debido a alguna suerte de mal de ojo. Las lesiones de Sergi Bruguera, el ocaso de Àlex Crivillé, la decadencia nocturna de Ronaldinho o el encontronazo de Messi con Hacienda son algunos ejemplos. Pues oiga, ¡qué fantástica maldición! Bruguera, Crivillé, Ronaldinho y Messi. No se cebaba con Albert Celades, Pato Clavet o Emilio Alzamora, no. Era una maldición circunscrita al éxito. Ser marcado por ella sólo podía significar que pertenecías al olimpo del deporte nacional. A ver quién es el guapo que rechaza algo así.

Ocurre algo muy similar con el videojuego Madden. Todos los futbolistas de la NFL que aparecen en su portada terminan gravemente lesionados esa temporada, pero qué diablos, al menos son todos unos cracks. Tendemos a asociar las maldiciones con dolencias y calamidades, cuando en realidad no tienen por qué derivar en algo negativo. Todo depende de cómo se interprete. En Filipinas existe una maldición en virtud de la cual, si cantas My Way en un karaoke, puedes acabar muerto. Los karaokes son un asunto demasiado serio como para frivolizar con este tema, soy consciente, pero entre 2002 y 2012 fueron asesinadas doce personas mientras entonaban la mencionada canción y eso no puede ser casualidad. "Me gustaba My Way, pero después de todos los problemas he dejado de cantarla", declaraba a la revista NME el cantante amateur filipino Rodolfo Greogio, temiendo por su vida. A simple vista puede parecer una maldición perversa y arbitraria, pero si uno lo piensa bien, un mundo con menos cuñados creyéndose Frank Sinatra al llevar una copa de más es a todas luces un mundo mejor. Y, personalmente, si se añadiesen a la lista los que se creen Enrique Bunbury yo daría palmas con las orejas.

La maldición del escorpión de jade, los poetas malditos, los malditos roedores... No alcanzo a entender qué inconvenientes ve el mundo en una buena y genuina maldición. Uno escucha por vez primera "Indiana Jones y el templo maldito" y un relámpago recorre al instante su espina dorsal, sacudiendo su chaqueta y sus pantalones y levantando un viento que hace que le salgan volando hacia atrás el cigarro y el sombrero. Pero luego ve la película y, sí, estará maldito, ¡pero qué pasada de templo! Si los lugares malditos son así, yo también quiero vivir en una casa maldita. Como la de The Haunting pero en las afueras de Lalín, a ser posible, para estar cerquita de todo.

Al final llegué tarde a la cita con Rafa. La señora que me maldijo no tuvo nada que ver, claro. Yo ya iba con retraso. Sin embargo, reconozco que, a medida que me aproximaba al Liceo Casino, más aumentaba el temor de que, en lugar de Rafa, la maldición produjese que me estuviese esperando Tallón, Jaureguízar o cualquier otro indeseable. Por fortuna, no hubo desastre. "Siempre haciéndome esperar... Maldito De Lorenzo". No lo sabes tú bien, Cabeleira.

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