Blog | El portalón

Escena del crimen

LO RECONOCÍ a lo lejos porque esas cosas siempre se saben. Mi sitio era esa breve distancia que quedaba entre la ventanilla del avión y el brazo enorme de un señor rubicundo. Cuando se levantó para dejarme pasar me pareció mentira que alguna vez hubiera podido ocupar aquel breve asiento. Efectivamente, era mentira: ocupaba aquel asiento y mitad del mío. Quedé perfectamente prensada, como una biblia antigua, en cuanto el gigante recuperó su posición. El estrujamiento era tal que si se movía, me arrastraba con él, me modificaba la postura. Teníamos nueve horas y cuarenta y cinco minutos de coreografías por delante.

Olía a vino una barbaridad. Yo ni me inmuté porque entiendo muy bien el consumo de alcohol en los aviones. Una vez hice un viaje de once horas con las uñas de un señor clavadas tan hondo en el reposabrazos que le arrancó la tela en diez pequeñas semicircunferencias, como diez lunitas. Nada más apagarse las luces de los cinturones, el dueño de las uñas llamó a la azafata y le pidió un gintonic con cara trágica. Cuando llegó se lo llevó a la boca mientras con el dedo hacía ese gesto de rodillo con el que pides que nunca se detenga el suministro, que la noche no pare. Con cada copa estaba más sereno. El miedo le impedía emborracharse.

No parecía el caso de mi compañero. Era un gigante sueco (no Ikea, otro) que iba a su casa de veraneo y tenía ganas de hablar. Se pidió un whisky antes de cenar, mientras me enseñaba en su teléfono fotos de otra casa que tenía en España. En ese trance, yo sobrevivía replegada sobre mi misma y empezaba a preguntarme si no estaría adelgazando, víctima de una especie de dieta de compresión.

Llegó la cena y pidió tinto, mientras me contaba que era un error elegir tinto en los aviones porque si se te cae mancha muchísimo, que era una elección de principiante, pero en fin, se pidió otra botellita porque la primera no satisfacía su volumen. Llegó la tercera cuando miraba con tal devoción la parte de la cena que no me había comido que le propuse que se la acabara él. Animado por la nueva porción, convocó a la cuarta.

Le salté por encima para ir al baño porque pensé que hacerle moverse sería un jaleo. Cuando me incorporé sentí como si hubiera salido de un envase al vacío. Qué hermoso es ocupar los metros cúbicos que te corresponden. Nada más salir del baño, vi que me miraba con expresión abrumada e inocente. "A ver ahora qué", pensé yo, mientras recorría el pasillo.

Llegué a su altura y él tenía la mano extendida hacia mi asiento como un vendedor de Teletienda mostrando un colchón Lo Mónaco. Sobre su mesita había dos botellas de tinto vacías y, a su izquierda, el horror. Asiento, suelo y parte de la pared estaban cubiertas de vino. Había charcos en todo lo horizontal y salpicaduras y chorretones en todo lo vertical. No se había caído una botella, la habían apuñalado y dejado que se desangrase.

No le afectó. Gruñó, tiró una manta sobre el charco del asiento y me indicó con la cabeza que me sentase. Yo agarré el codo de una azafata que pasaba y le pedí que me buscara otro sitio, donde fuera. No había ni uno libre en todo el avión. "Le cambiaré el asiento", dijo. Y eso hizo literalmente. Lo arrancó todo él, incluido el relleno de espuma interior, y colocó uno nuevo. Me tuve que volver a sentar doblada longitudinalmente, entre vapores de Don Simón, para ver al gigante levantar un dedo y pedir otro tinto. Cuando se lo trajo, yo lancé miradas muy significativas a la azafata. Por esa insistencia visual, ella le preguntó a gritos: "Señor, ¿se encuentra bien". Repito, "¿se encuentra bien?". Él le dijo que no entendía qué insinuaba, que estaba perfectamente. "Perrrrrfectammmmeeeente", dijo, concentrándose mucho en pronunciar todas las letras. La botella se quedó entre nosotros.

Abrumada por la situación y los vapores, intenté dormir, pero los respingos del gigante me lo impedían. La kurda le producía sobresaltos. Giré la cabeza y le vi con las dos manos sobre la mesita, en una la botella y en la otra un vaso casi lleno, ambas cosas inclinadas en un ángulo de 45 grados. Temí que el asesinato de otro tinto me pillara esta vez en la escena del crimen, así que pedí a otra azafata que retirase la bebida. No quería porque estaba llena. Yo misma se la saqué de la mano al gigante, con todo el cuidado, como si estuviese jugando a Operación. Él continuó durmiendo con las manos en forma de C, agarrando un vaso invisible. Al rato despertó y despotricó, imagino que por la ausencia del vino de sus amores, para volver a dormirse más expandido que nunca, relajado, ancho, hablando en sueco cuando no estaba roncando. Yo pasé las siguientes horas en un estado que solo sé definir como de origami.

Cuando te pasan estas cosas y resulta que eres periodista lo habitual es que muchos te animen diciéndote que, al menos, te da para un artículo.

Aquí tienen el ejercicio de mi consuelo.

Comentarios