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El mezcal de los suicidas

RECUERDO QUE conocí a Amadeo Salvatierra en Enero de 1976, un año antes de que mi madre me pariera en un viejo sanatorio de la ciudad, hoy propiedad de la fundación de un banco, entre gritos de dolor y miradas de desconocidos. La casa, situada junto al Palacio de la Inquisición, en la Calle República Venezuela, me llamó la atención por su tamaño exagerado, rodeada por un coqueto jardín adornado con palmeras, rosales y un pequeño estanque. Por alguna razón, siempre había imaginado las viviendas de los poetas como cuchitriles de entresuelo o cuevas abandonadas frente al mar infestadas de botellas vacías, ratas y montañas de papeles que se desmoronaban al paso de las visitas. "Ay, muchacho, que bueno que hayas venido, pásale no más, como si estuvieras en tu casa".

Frente a la luminosa fachada y el colorido del jardín, el interior resultaba oscuro y un tanto claustrofóbico. La única bombilla encargada de iluminar el pasillo estaba fundida y al final de la angostura se vislumbraba un salón de cuyas pareces de intuían cuadros colgados sin ningún sentido ni intención. También pude ver una gran estantería repleta de libros de tapa vieja, una mecedora con el barniz roído por el olvido y una cortina con estampados florales. "Vengo a que me hable del mezcal Los Suicidas, Don Amadeo", dije sin más preámbulos con la voz propia de quién sueña despierto, una voz que ni siquiera era la mía. Se adelantó hasta la cocina dando saltitos de alegría y de una vieja lacena sacó una botella. "Este mezcal solo lo hacen en Chihuahua", dijo mientras apoyaba dos vasos de cristal grueso en la mesa y me invitaba a sentarme. "Producción limitada, no crea. Hasta 1967 recibía dos botellas cada año por paquete postal". Llenó los vasos hasta el borde y el perlado propio del mezcal se me antojó peligroso, como la carcasa de una granada sin la anilla de seguridad.

-"¿Seguro que no me va a matar?", pregunté.

-"¡Qué va a matar!", contestó con una sonrisa rodeada de arrugas y manchas en la piel. "Esto es puritita salud, señor; agua de vida. Éntrele, en confianza".

Mientras bebíamos el primer vaso -no sería el último- el viejo Salvatierra me contó que el mezcal es el resultado de la destilación del jugo fermentado de las cabezas de agave y que los europeos, especialmente los españoles, solemos confundirlo torpemente con una variedad de tequila. "¡Cómo serán de brutos ustedes, carajo!", se rio golpeando la mesa con la palma de la mano. "Me parece que ya no se hace este mezcal. La fábrica quebró, o la quemaron, o la vendieron a una embotelladora de Refrescos Pascual o a los dueños les pareció que ese nombre no era muy comercial que digamos". Le conté que andaba tras la pista del mezcal Los Suicidas en medio de un sueño y por culpa de una novela de Roberto Bolaño que leería treinta ocho años después de haber llamado a su puerta. El viejo agitó la cabeza como si comprendiera y llenó otra vez los vasos, haciéndose cargo de la situación. "¡Pinche muchacho!", volvió a reír antes de llevarse el trago a la boca y servir otra ronda. "Qué lástima que ya no hagan mezcal Los Suicidas, qué lástima que pase el tiempo, ¿verdad?, se lamentó Amadeo. "Qué lástima que nos muramos y que nos hagamos viejos y que las cosas buenas se vayan alejando de nosotros al galope". Brindamos con pesar y nos echamos el último trago a la boca, sintiendo como se laqueaba la garganta al paso del brebaje y como el estómago, inocente, se empapaba de engaño y olvidaba cualquier sensación de hambre anterior a la ingesta.

Muchos años después de aquel primer encuentro, regresé a la casa de Don Amadeo Salvatierra sumergido en las páginas Los detectives salvajes. Acompañando a Arturo Belano y Ulises Lima en su búsqueda de la poetisa Cesárea Tinarejo, me encontré de vuelta en aquella cocina oscura con una botella de mezcal Los Suicidas sobre la mesa apolillada del viejo poeta y me acordé de un buen amigo que una vez me enseñó la diferencia entre los escritores de verdad y los advenedizos como yo: el mezcal. "Los muchachos se pusieron de rodillas o firmes, juro que no me acuerdo", dice Amadeo en la novela. "Firmes como militares o de rodillas como creyentes, se bebieron las últimas gotas de mezcal Los Suicidas en honor a todos aquellos conocidos y desconocidos, recordados u olvidados hasta por sus propios nietos".

A Rodrigo Cota, amigo y mezcalero.

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