Blog | Que parezca un accidente

Casi nunca es verano

HAY UN MOMENTO del año en que apuras tu copa, desmenuzas sobre la barra algunas monedas con el índice y el pulgar, ocupas tu chaqueta, que aguardaba anémica sobre el respaldo de una silla, te despides del camarero con un último comentario sobre los posibles fichajes de tu equipo, sales a la calle y, de repente, ya no es primavera. 

Te detienes en la puerta del bar contemplando cómo el sol se desparrama sin compasión sobre la ciudad y lo primero que piensas es que tal vez podría ser verano. No es una idea descabellada. Al fin y al cabo hace muchísimo calor, la mitad de las personas que esa misma mañana habías visto saliendo de sus casas para ir a trabajar están ahora bebiendo una cerveza en un chiringuito de la playa de Los Lances, en Tarifa, el resto de la gente viste camiseta de tirantes, sandalias y bañador, el día se remolca inapetente entre la mañana y la noche, los televisores retransmiten los ecos de la Eurocopa o el Mundial o los Juegos Olímpicos y las calles renacen con la puesta de sol, cuando hace más fresquito y apetece una sangría con hielo en una terraza a medianoche. Es cierto. No parece tan disparatado. Qué diablos, podría ser verano. 

El verano es la sobremesa con amigos hasta las 18.30 de la tarde

Sin embargo no lo es. No puede serlo. Has permanecido en la oficina hasta las siete y media de la tarde, de traje y corbata, sudando incluso la chaqueta, esperando a un cliente que al final no ha aparecido. Has bajado al bar para estar solo y en silencio rodeado de un montón de ruido y un montón de gente pero sólo estabas tú. Te has marchado hastiado, considerando la posibilidad de que fuese verano, y has llegado a un piso recocido que se ha pasado el día peleando a oscuras, tras un ejército de persianas bajadas, contra la mismísima canícula insoportable de Macondo, que al final ha logrado instalarse en tu salón. Durante la noche, con las ventanas abiertas, todavía se respira el bochorno. Y al día siguiente sucederá algo parecido y al siguiente otra vez igual. El verano no tiene absolutamente nada que ver con eso. 

El verano es la brisa suave que se levanta al atardecer en la orilla del mar. Es la sobremesa con amigos hasta las seis y media de la tarde. Son los niños enredando en la piscina y la siesta y el Tour de Francia. Son las luces tranquilas de la ciudad titilando a lo lejos al regresar a casa el domingo por la noche. Son las fiestas de toda la familia, sin ausencias. Esas fiestas felices y melancólicas con fecha de caducidad. Es el teléfono apagado. Es otra vez esa novela. Y todo el tiempo del mundo. Es no tener nada que hacer y no hacer nada. Todo eso, que no es poco, es el verano. 

Y sin embargo casi nunca lo es. Casi nunca es verano. Creo ciegamente en esta idea. Nos pasamos el año esperando una estación que muy pocas veces llega. Y cuando lo hace, no es más que una sensación fugaz que antes o después se rompe en la palma de las manos como una tramposa pompa de jabón. A veces dura treinta segundos, el tiempo que tarda un anuncio bobalicón de cerveza en trasladarte sin querer a otros veranos una sofocante tarde de julio. Otras veces dura lo mismo que ese viaje de seis o siete días en autocaravana que tu novia y tú vais a hacer por la costa cantábrica. Puedes irte a Alicante quince días con tu familia y ser verano para unos pero no para otros. Algunos días es verano por la tarde, a última hora, cuando bajas con los amigos a tomar unas cañas antes de cenar. Este año, para mí, solamente un día ha sido realmente verano. 

Me di cuenta mientras reposaba bajo un árbol en el pueblo el sábado pasado, después de comer. Habíamos llegado a media mañana, después de recoger a todo el mundo y parar un par de veces a comprar todo lo necesario. Una vez la casa se hubo llenado de luz y de un encantador bullicio formado por risas, charlas y ruido de puertas, la mayoría bajamos a darnos un chapuzón. Algunos preparaban la comida y bebían vermú. Otros tomaban el sol junto a la piscina. En viajes furtivos a la cocina, todos iban dando cuenta poco a poco del aperitivo. Nos volvimos a bañar y llevamos los platos, vasos y cubiertos a la parte de atrás de la casa, donde comimos a la sombra en una enorme mesa de madera. Al terminar recogimos todo, fregamos los cacharros y todo el mundo se marchó a descansar. 

Yo me tumbé bajo una frondosa catalpa de diez metros de altura que mi padre plantó hace ahora treinta años y durante un instante no se me ocurrió nada mejor que hacer en el mundo que dormir la siesta bajo aquel árbol. Era una tarde preciosa, envidiable. Todo el pueblo estaba en calma. Apenas se escuchaban algunos pájaros canturrear entre los árboles y la casa entera guardaba silencio. Me dio la impresión de estar formando parte de una delicada y bellísima estructura en equilibrio difícilmente repetible. 

Antes de dormir cerré los ojos y pensé: "Hoy ha sido verano. Es el primer día del año que es verano. Y a lo mejor es el único. Pasado mañana es lunes y tengo que ir a Hacienda y a la gestoría. El resto de la mañana tengo que escribir. He quedado para comer con el pesado de Gómez y por la tarde no me queda otro remedio que llevar el coche al concesionario. A última hora voy a llevar por fin la vieja tele al punto limpio. Y menuda semanita tengo por delante... Qué mala suerte. Es una pena que tan pocas veces al año sea verano". 

Y me quedé dormido en pleno verano.

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