Opinión

La mirada de Amir

EL PRIMER RECUERDO de Amir en España es una reja. Una valla. La que rodeaba el colegio al que llegó con su madre de la mano, sin saber una sola palabra en castellano y con tres años. Su madre se dio la vuelta y no miró hacia atrás, así que Amir se quedó en el patio haciendo pucheros. Tuvieron que pasar algunos años para que Amir se diera cuenta de que él y su hermana mayor eran los únicos no españoles de todo el colegio. Pero este dato era una mera estadística. Amir aprendió pronto el idioma que no conocía, y se desenvolvió en el colegio y en la calle de tal manera que la única diferencia que observaba con otros niños de su edad era que él debía repetir su nombre y su apellido dos o tres veces antes de que el nuevo profesor o la secretaria supieran cómo se escribía.

Cuando llegaron la adolescencia y la primera juventud, Amir vio desde la distancia del que no sabe muy bien de qué va el asunto, cómo algunos de sus compañeros y compañeras de clase se planteaban si se iban a confirmar, y eso les generaba un debate en el que Amir no entraba. Él, al que le enseñaban en casa cómo debe ser un buen musulmán, observó cómo su madre empezó a ponerse el pañuelo que nunca antes había decidido llevar, pero en esos momentos, a Amir le preocupaban las notas del colegio, la música que sonaba por la radio y cuántos días faltaban para el sábado.

Amir fue a la universidad, estudió una carrera de letras, se abrió a la investigación, y poco a poco, fue haciendo de su mundo un lugar lleno de ponencias, charlas y libros apilados en la mesilla. A medida que se iban acercando los veranos, Amir se agobiaba solo de pensar en las explicaciones que tenía que dar cada vez que en clase, o en los trabajos que iba enlazando para poder costearse la carrera, le preguntaban cómo es eso del mes de Ramadán. En aquella época, conoció a un grupo de amigos. Entres ellos, destacó para él una chica con la que pronto comenzó una relación. Y entonces, llegaron las primeras cuestiones.

Son tantos los condicionantes que pone la vida que sorprende que seamos las propias personas las que engrosemos la lista


Cuando la madre de Amir se enteró de que estaba saliendo con una chica, española y atea, lo llamó al orden y le explicó, como madre y como musulmana, que su ideal de vida no era ese. Que ella se había cruzado el Estrecho para dar a sus hijos una vida mejor, pero que su fin último era hacer de ellos unas buenas personas y unos buenos musulmanes y para ello, lo suyo era que Amir se fijara en las hijas de las familias amigas, en las chicas que veía en alguna reunión familiar, en una musulmana. Amir trató de explicar a su madre que que la chica era muy buena y sobre todo, que lo hacía feliz. Entonces, la madre miró al cielo y le dijo: "A mí no".

Diez años después, Amir llevaba casi el mismo tiempo viviendo con su novia cerca de la casa de su madre, quien seguía sin preguntarle por aquella chica, y fingía que su hijo vivía solo mientras metía raciones para dos en los tupper que le preparaba cuando Amir iba de visita. Nunca llevó a su novia a casa. Y su novia entendió desde el primer momento cómo era la situación, que él tenía una religión que ella no compartía y que eso pertenecía a su vida íntima.

En un verano muy caluroso, Amir se preguntó a si mismo si era necesario no beber agua para pasar un día al sol, aunque luego pudiera desahogar sus necesidades desde el atardecer y hasta el alba. Aquel Ramadán fue la clave. Tenía casi treinta años y enseguida empezaron a llegar noticias desde diferentes partes del mundo hablando de un Islam que Amir no reconocía. En nombre de su dios. En nombre de un dios que no le permitía vivir tranquilo con su amor, en nombre de ese mismo dios que lo juzgaba a él, en nombre de un dios al que ya rezaba preguntándose si no sería todo algo heredado, como los niños de su clase que hacían la Comunión. Él había incorporado a su vida una religión que lo estaba limitando, o al menos, que no le permitía vivir liberado, porque la vida que Amir lleva, normal para un chico de su edad, no es la que su religión considera buena para él.

La lucha interna que vivió en su cabeza fue tal, que a día de hoy sigue pensando cómo decírselo a su madre. Cómo llegar donde esa mujer y explicarle que ya no. Que ya no va a seguir sintiéndose culpable, que ya no va a seguir practicando algo en lo que ya no cree. Que su dios es suyo, y tratará con él de la manera que él quiera. Que el hijo que viene en camino podrá decidir, que no va a ser circuncidado como él nada más nacer y que podrá ser quien elija algo tan personal como en quién creer.

La madre de Amir sigue caminando sin mirar atrás, como el día que lo dejó en el colegio, porque si lo hace, si se da la vuelta, pensará que la culpa ha sido suya, por haber traído a sus hijos a España, y si se gira un poco más, podría incluso pensar que para ver 360 grados le sobra el pañuelo tanto como a los compañeros de sus hijos el credo recitado con seis años.

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