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Garriga Vela y la lentitud

Atesoro tres novelas suyas sin empezar, porque quiero. Tengo tantas ganas de leerlas que me niego en redondo a hacerlo

EN ESAS ÉPOCAS en las que uno ve en la oscuridad, y no necesita tentar las paredes para avanzar, empecé a admirar a José Antonio Garriga Vela. No conocerlo de nada, y a continuación, casi al minuto de leerlo, apasionarme con sus libros, fue un proceso inexplicable, y sin embargo natural. No amarlos habría sido, me temo, aún más misterioso. Sus páginas me dejaban los ojos hirviendo, llenos de chispas, aunque los cerrase, como si hubiese estado mirando una soldadura sin máscara protectora durante un par de horas. Fue, y es, uno de los escritores que leo con más entusiasmo. Atesoro tres novelas suyas sin empezar, porque quiero. Tengo tantas ganas de leerlas que me niego en redondo a hacerlo. Su lectura supondría que ya no tendría ningún libro de Garriga Vela que descubrir por primera vez. Me parece una pequeña catástrofe. Un lector debe guardarse siempre un as en la manga.

Un día leí un comentario muy elogioso de su novela Muntaner, 38. Lo hacía alguien a quien yo daba mucho crédito, aunque ahora mismo no recuerdo quién fue. Me dije que yo tenía que leer ese libro como fuese. Estaba aún lejos de saber que Muntaner, 38 equivale a una novela fantasma, que vive perfectamente conservada en la cabeza de las personas que la leyeron, y que de vez en cuando hablan de ella como si se tratase del Grial. Empecé buscando en las librerías a las que acudía habitualmente. "¿Muntaner, 38?", me preguntaban los libreros mientras negaban suavemente con la cabeza y chasqueaban la lengua. Nos las veíamos con un libro descatalogado. Busqué en librerías de segunda mano, llamé a amigos de Barcelona, que a su vez contactaron con libreros que sabían cómo encontrar un libro del que ya no quedaba rastro. No hubo suerte. Pero un día, en internet, hallé el modo de tirar de un hilo, que me condujo de milagro hasta lo que buscaba. 

Hizo un largo viaje para depositar las cenizas de una vendedora de rosas en una aldea de Ourense

Ya nunca más pude dejar de hablar de Garriga Vela. Mi obstinación llegó hasta el punto de que hablaba de él incluso en mis libros, sin importar si eran novelas o ensayos. Me parecía que siempre venía al caso, aunque no viniese. En mitad de mi apasionamiento, un día me lo encontré en la feria del libro de Madrid, donde se presentaba Lo desorden, una publicación conjunta de La Orden del Finnegans, que incluía relatos de Garriga Vela, Vila-Matas, Marcos Giralt, Eduardo Lago, Emiliano Monge, Malcolm Otero, Antonio Soler, Ignacio Martínez Pisón y Jordi Soler. No tuve valor de acercarme a él, y me conformé con intercambiar unas palabras con Vila-Matas.

Muntaner, 38 me fue arrastrando corriente abajo, y después, en una especie de fiebre, leí El anorak de Picasso, Pacífico y Los que no están. Ahí me detuve, por salud, y volví a leer Muntaner, 38, por si acaso. Hace unos meses, en otra especie de milagro, acudí al festival literario de Girona, y me encontré cara a cara con el mismo Garriga Vela. Me comporté con cierto decoro, y no le expliqué sino por encima lo importante que habían sido sus libros para mí. En uno de esos instantes fascinantes que deparan los eventos literarios cuando se interrumpen, nos vimos desayunando juntos. Ahí me desaté, y lo cosí a preguntas. En una de sus respuestas acabó hablándome de un larguísimo viaje que hizo hace muchos años a una aldea remota de Ourense para depositar las cenizas de una vendedora de rosas de la que se había hecho amigo. Parte de esa historia la relata en El vendedor de rosas

Naturalmente, en cuanto dejé Girona y llegué a casa me hice con esa novela, en un ejemplar de segundísima mano, y ya puestos, sumé a la compra El cuadro de las estrellas, que todavía no tenía, aunque conocía, y El vigilante del salón recreativo, que ni siquiera sabía que había escrito. Me prometí que los leería lentamente, para homenajear su todavía más lento modo de escribir. He cumplido mi palabra, y por ahora ni siquiera he empezado a leerlos. Me gusta pensar que habrá una ocasión especial, un instante perfecto, y que no está lejos; simplemente, va lento.

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