Blog | Que parezca un accidente

Cuando fuimos los mejores

A VECES TENGO la impresión de que Santiago es una ciudad fantasma. Un lugar cambiante, frenético, rebosante de individuos y vehículos en el que sin embargo no habita nadie. Todas las semanas, cuando me adentro en sus calles y me cruzo con los cientos de personas que las colman como una marea que crece cada mañana y se retira cada noche, no puedo evitar pensar que ninguno somos de allí. Ni ellos ni yo. Que todos acabamos de llegar y todos nos marcharemos al final del día. Como si la ciudad, de alguna forma, solo existiese mientras nosotros, todo el mundo al mismo tiempo, permanecemos en ella.

A última hora, cuando me subo al coche y me voy, siempre recorro la última avenida pensando que toda esa gente que he visto a través del parabrisas caminando por la acera, saliendo de los pocos comercios que quedan abiertos, apurando su café en la terraza de un bar, se vienen conmigo. Cada uno hacia su destino, pero todos abandonando la ciudad, que se queda sola, desierta y en silencio hasta el día siguiente, como en un relato triste y sin final.

Sé que es una distorsión imposible. Parecida a ese ruidito del coche que te pone nervioso y que no escucha nadie más que tú. Pero es recurrente e inevitable. Sucede por la mañana, nada más llegar, y por la noche, cuando me alejo. Es una sensación vaga e instintiva. Similar a un pálpito. Me recuerda a aquella escena de El Show de Truman en la que la radio del coche capta por error la señal del equipo de realización del programa y de repente nada parece casual. Justo el instante preciso en el que Truman comienza a desconfiar. En toda idea disparatada hay un momento brevísimo en el que la opción más absurda parece la menos descabellada.

Pero aquí, por supuesto, no hay nada. Sé que en el fondo sólo se trata de una extraña manifestación de nostalgia. Una reacción meláncolica que se produce al comprobar, cada semana, cómo han cambiado las cosas. Porque Santiago de Compostela -como le sucede a Madrid, a Granada o a Salamanca- ya no se parece a Santiago de Compostela. O a lo mejor soy yo, somos todos nosotros, los que ya no nos parecemos a nosotros mismos. En ocasiones tengo la sensación de que he cerrado los ojos durante unos segundos y de repente ha pasado una década. De que hace tres o cuatro años todavía era dos mil seis.

Nada queda ya de nuestros bares. Los bares de siempre que poco a poco se han ido convirtiendo en los bares de nunca. Nada queda de aquellas calles que eran mías y de mis amigos y ahora son de los turistas. Calles que eran de Santiago, de los que se pasaban el día en ellas. Como aquel tipo al que le comprábamos conejos para hacer carreras y luego los revendíamos en la plaza de abastos. O aquella señora, como la doña Rosa de Camilo José Cela, que nos ponía huevos fritos con las cañas y nos daba un beso en la boca que sabía a fritanga. O el portero del edificio que nos cubría cuando nos daba por esconder en casa las vallas de las obras. Nada queda de la zona vieja, que era vieja de verdad, y en la que resonaban las cuncas de viño y las tabernas eran tan auténticas, tan enxebres como sus dueños. Nada queda de aquellos viajes en tren de dos horas y pico desde Ourense en los que los asientos se disponían de cuatro en cuatro y se jugaba a las cartas y se charlaba y se ligaba en vagones invadidos por un humo viejo, acumulado durante años. Vagones que nos descargaban directamente en los bares, donde permanecíamos hasta las tantas de la madrugada entre risas, con muy poca noche pero toda la vida por delante.

A veces tengo la sensación de que Santiago es una ciudad fantasma

El domingo pasado fui a Santiago en tren. Uno de esos trenes que apenas tardan media hora en llegar y en los que los estudiantes, que alguna vez estuvieron vivos, se encierran de un portazo en su ordenador y sus auriculares, muchos de ellos para estudiar, como si a su edad tuviese algún sentido tomarse la vida en serio. Al llegar di un paseo por la zona vieja y donde antes había un antro terrible y magnífico ahora hay una moderna vinoteca, o una tapería muy selecta, o un elegante bistró. Las tiendecitas de antaño son establecimientos de productos gourmet y venta de souvenirs. En la plaza de abastos, algunos de los puestos de siempre han sido ocupados por locales de street food y café para llevar. Todo parece haber sido rediseñado para contentar a turistas y ejecutivos, como si del parque temático de la modernidad y el europeísmo gallego se tratase. De Santiago de Compostela, como de Barcelona o de Sevilla, ya no queda casi nada. Me pregunto si será eso lo que el turismo venía a buscar.

A la mañana siguiente salí a la calle y de nuevo, como cada semana, tuve la sensación de que todos acabábamos de llegar. De que ese Santiago distinto, postizo, había abierto otro día más sus puertas a quienes ocupan y resucitan a diario a la ciudad fantasma. Después de trabajar todo el dia recogí mis cosas y regresé a la calle. Mientras me dirigía hacia la estación de tren, pasé por delante de uno de esos garitos a los que solía ir con mis amigos hace catorce o quince años. Se notaba que llevaba mucho tiempo cerrado. Su puerta estaba cubierta de polvo y una cadena con un candado impedía el acceso. Me quedé un buen rato observándolo, con la mirada perdida en mis años de universidad, recordando los buenos ratos que viví allí dentro. Fue entonces cuando pegué la cara al cristal y me di cuenta de que al fondo, en algún lugar de aquel otro Santiago, estábamos sentados en una mesa Andrés, Emilio, Rodrigo, Dani, Sandro, Giri, Jorge, Alba y yo, partiéndonos de risa con alguna ocurrencia y brindando para siempre con cerveza y licor café

Encendí un cigarro y seguí caminando hacia la estación, reconfortado y feliz. Mucho más feliz que cuando había llegado. Pensando en cuánto deseaba regresar la próxima semana a Santiago.

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