Blog | El portalón

Lo bien que llovemos

Aquí a veces llueve sin que caiga agua. Somos capaces de esos prodigios



ESTAMOS YA en esos días de noches largas, en los que amanece flojito y el sol se queda como desganado, alumbrando sin ganas unas horas hasta que se puede retirar; un viejo agotado que se acuesta con las gallinas.

He estado observando este otoño suave que nos ha durado tanto. Lo hemos exprimido: ha habido domingos por la mañana de periódicos en las terrazas y niños rebozándose en la arena de la Praza Maior, vinos en la calle, paseos achicharrantes sobre la muralla, rutas para ver oxidarse las hojas por el borde del río, antes de que el lío de la fábrica de la luz lo hiciera lodazal.

Pero todo lo hemos hecho con desconfianza, sin fe. Se nota que sospechamos. Íbamos con pañuelo al cuello, abrigo doblado sobre el bracete y el paraguas en el bolso, porque en cualquier momento se nos precipitaba un invierno polar y nos pillaba sin rebequita. Que nos conocemos.

No nos sale bien lo del buen tiempo. Hasta en verano nos impresiona, como si fuera algo que nunca nos hubiera pasado antes y no supiéramos muy bien qué hacer con él. Ahora llover, ¡qué bien llovemos! Supongo que es una cursilada decir que la lluvia es arte, pero es de justicia admitir que tenemos nuestro aquel, que no la hacemos de cualquier forma.

Aquí a veces llueve sin que caiga agua. Somos capaces de esos prodigios

En general, el mal tiempo lo trabajamos con habilidad. Colocamos una algodonosa niebla sobre el río todas las mañanas que ríete tú de Londres. Sube a lo largo del día a la ciudad como recreándose, añadiendo capa sobre capa como el que unta nocilla en la tostada y nunca es suficiente, se esponja en tu camino cuando vas a trabajar o sales a tomar el café, metiéndote la humedad bien dentro del pulmón para que no te olvides de dónde vienes, es un recordatorio existencial por si alguna vez creíste vivir en Canarias. Ja.

En algún momento esa neblina se mezcla con la lluvia aspersor, ese orvallar minúsculo con sorprendente capacidad de calar ropa y huesos. Cuando le doy el flis-flis a mis plantas se esponjan y sonríen con las hojas, antes de girarse hacia la ventana para aprovechar los cinco minutos de luz del invierno lucense. En verano crecen todas derechitas como bailarinas y en invierno se retuercen como ancianas escolióticas, pero siempre se entusiasman con el flis-flis. Tú no. Tú pones un pie en la calle y piensas si el plástico de envolver bocadillos no será el único material que debiéramos vestir de octubre a junio para luchar con eficacia contra esa lluvia que está en el ambiente, que es el aire que traspasas. Aquí llueve sin que caiga agua. Somos capaces de esos prodigios.

Evoluciona después (y siempre te pilla en el centro cuando la puedes disfrutar apasionadamente), hacia la mítica lluvia desde abajo, glosada por poetas y atribuida a Santiago aunque se da con facilidad en toda Galicia (gracias). Intervienen en ella dos elementos clave: caída en diagonal, esquivando el paraguas protector para recrearse en el tren inferior del cuerpo, y el pavimento sobre el que cae, que le hace de caja de resonancia y multiplica sus violentos efectos. La piedra repelente de tacones, esa piedra a la que le crecen bosques entre las juntas, es el complemento perfecto para esa lluvia: le ayuda a rebotar y esta la convierte en superficie resbaladiza y asesina. Un ‘win-win’. No es agua que quede suspendida en el aire como el orvallo, que está siempre colgando. Esta agarra con ímpetu en cualquier tela. Nada más hacer acto de presencia, te la llevas puesta.

Como siguiente elemento del catálogo, de denominación reciente pero sufrir clásico, está la ciclogénesis explosiva. Con el nombre está todo dicho: lluvia extrema, tormenta perfecta, no llueve desde abajo ni desde arriba, llueve desde todas direcciones, como el multicarril de una autovía. Para repartir mejor todo su horror se combina con el viento, que se asegura de trasladar el agua a todos los recovecos: detrás de la oreja o entorno del ombligo, por ejemplo. El paraguas no sirve de mucho ante este túnel de lavado violento en el que se convierte tu existir callejero, pero tampoco puedes prescindir de él porque es tu frágil escudo protector ante el desprendimiento de ramas y elementos varios de fachadas. En nuestros inviernos más esplendorosos vivimos de ciclogénesis en ciclogénesis y las vamos bautizando como si fueran mascotas. En uno de ellos lograremos que se nos caiga entero el parque de Rosalía.

Yo, cuando era niña aburrida en el asiento trasero del coche de mis padres, contemplaba la meseta horrorizada, como si fuera un paisaje marciano donde no creciera la vida, con ese aire seco y polvoriento y todo el derroche de amarillos. Cuando notaba un movimiento ascendente, el surtido de verdes y la carga de humedad, pensaba «Así, sí». Llevamos toda la vida haciendo bien el mal tiempo. A estas alturas somos unos virtuosos.

Artículo publicado en la edición impresa de El Progreso del sábado 28 de noviembre de 2015.

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