Blog | Así está España

Dos venganzas

SIEMPRE HUÍ del rollo maniqueo, ya saben, buenos y malos. No es tan simple. Un ser humano puede comportarse de un modo u otro porque, quienes mandan, son las circunstancias. Lo que no significa, ojo, que no haya malvas y cardos. Ángeles e hijos de puta. Un día de 2.012 me prometí que escribiría esto. Y que lo haría como venganza. La venganza tiene mal cartel. Los hay que se la quitan con papel de fumar, "yo no soy vengativo" -dicen-,pero luego llevan una agenda mental donde apuntan los agravios de que creen haber sido objeto. La venganza va con nosotros. Quién, por pequeña que fuese, no la ha ejercido en alguna ocasión. Somos vengativos. Lo somos porque poseemos la facultad de recordar, y así como no olvidamos una buena acción, retenemos una mala. El amor y el odio, el agradecimiento o el reproche. La vida misma. Particularmente estoy con Isabel la Católica: La venganza no es más que la reposición del orden alterado. Ese día del 2.012 del que les hablaba mi padre podía morírseme en un hospital. Bajé con mi hija de tres años y con su madre a cenar en una pizzería próxima. La cuestión era volver rápido para acompañar a mi padre esa noche. La peque estaba en ese punto de abandono de los purés de verduras. Comenzaba a gustarle la carne. La pizzería -conviene ir aclarándolo para evitar malentendidos- ya ha cerrado y aquel atardecer estaba vacía. Pedimos dos platos y en esto que la niña empieza a dar la murga. Llora. Gime en ese punto de impertinencia y obstinación de los críos que no hay forma de atajar ni recurriendo a los manuales de psicología infantil de Bernabé Tierno. Le ofrecimos el mundo gastronómico entero, pero lo rehusó. Estaba enrabietada y la opción era irnos. De repente masculló: "sasisa". Entonces recordé que, unos días atrás, una diminuta porción de salchicha le había encantado. Eureka. Sentí lo que Cajal cuando descubrió la individualidad neuronal. Tenía la solución y la pataleta iba a concluir. Entré en un Super aledaño y agencié un paquete de salchichas. Volví al restaurante. Nuestros platos en la mesa ya. Me dirigí al propietario del negocio, que también ejercía de cocinero. "Jefe (quizá ese fue mi error, quizá debí haberle llamado Chef y el resultado hubiera sido otro) me haría un gran favor si me pasase una salchicha en la plancha, la peque, ya sabe". Fue entonces que el pavo, filtrando un indisimulado desprecio, me miró con una cara que era como la cabeza de un abadejo descomunal, de esas que descansan, cortadas, sobre los expositores helados de los mercados. "Cómo voy a hacer eso. Mi reputación. Esto es un "Italiano". ¡Una salchicha en la plancha…!". El muy cabrón no se esforzó en utilizar un tono condescendiente; ni siquiera dijo "lo siento". Lo observé fijamente con mirada yihadista. Disponía de la posibilidad de irme y plantarle la comida; incluso podía optar por mandarlo a tomar por el culo y decirle lo que pensaba de él, de su negativa, de su miseria moral, de su cara de merluzo impresentable y ruin. Pero yo estaba tocado de ala, mi padre respiraba a duras penas conectado a una mascarilla. Y fui práctico. Di unas gracias sardónicas que eran un reproche descomunal y volví a la mesa. Luego dejé una buena propina- "así revientes, cacho cabrito"-, pero dudo que aquel jabalí comprendiese el sarcasmo que encerraba ese gesto. Ahora les ruego que pasen página. Taberna de la zona vieja, un año más tarde. Mi peque, su madre y yo. Tomando unos vinos. Otro brote de impertinencia de la niña. No quiere nada salvo su biberón, que llevábamos convenientemente preparado por si las moscas. Pero surge un imponderable de intendencia: Está frío. La jodimos tía María. La niña que eleva el tono. Y de repente que aparece alguien. "¿Puedo ayudarles?". Yo levanto los ojos. Me mira una mujer de facciones suaves, agradables todavía en su madurez. "La niña, el biberón frío y tal" -respondí-. Le hizo una cuca mona a la enana y dijo "permítanme". Salió fuera con el biberón y, al poco, volvió con él. Se lo entregó a mi compañera que probó su temperatura en la mano. Perfecta. La pericia en el baño maría revelaba tablas en la crianza. La niña lo tomó. Agradecimos de corazón el gesto, considerando, además, que en la taberna no había modo de calentar el biberón. A lo mejor subió a su vivienda. No lo sé. Solo sé que vi a una hostelera que se mostró servicial y comprensiva.Por eso, ese día, juré que también me vengaría de ella. De Milagros Guzmán, de La Navarra. Que se comportó, aquel día, como un ser humano bueno y decente. Como el de la pizzería...

Comentarios