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Agentes dobles

Como lucense e incluso como gallego, puedo afirmar que la mayor parte de mi vida se ha visto marcada por la convivencia con un gran número de agentes dobles.

Es difícil adivinar para quién trabajan. Sin ahondar demasiado en el asunto, la respuesta más obvia a esta pregunta es “para nadie”, pero la guerra de agencias es evidente, tanto como la colaboración entre difusos colectivos para combatir algún que otro enrevesado nudo que colapse alguna de las principales líneas de influencia.

Lo peor y mejor del modo de espionaje autóctono es que se trata de un factor cultural y, por lo tanto, los agentes no se ven sujetos a ningún ente institucional, definido y con intereses diplomáticos o de mercados. Estoy seguro de que el MI5 o la KGB hubiesen reconocido mucho más talento entre el alumnado de cualquier curso de primero en la USC que en Cambridge, el inconveniente es que los espías en Compostela no les valdrían de mucho.

Les gusta ir recabando información a base de abordar amistosamente a los demás y, de paso que van de flor en flor, propagan las informaciones que le interesen a quien le interese. Son algo más que meros cotillas, hay mucho trabajo detrás.

Todo núcleo familiar o pequeña comunidad está dotada de su propio equipo de inteligencia

Todo núcleo familiar o pequeña comunidad está dotada de su propio equipo de inteligencia, que se ocupa de estar al tanto de las actividades del enemigo –otras comunidades de similares características con las que de vez en cuando interactúa–. En realidad vivimos rodeados de microscópicas guerras frías sin misiles, o, lo que es lo mismo, la desaprobación bajo el lema de valer más por lo que se calla que por lo que se dice.

La mayoría de los agentes son dobles lo son porque trabajan para más de una minipotencia. Carecen de acentos exóticos y suelen ser nativos. Pueden ser de cualquier sexo, edad o condición social y nunca desperdician una oportunidad para entrar en acción. Algunos incluso nos espían toda la vida.

Si pudiésemos retener recuerdos de los tiempos de cuna tendríamos presente la mirada distante asomándose desde las alturas tras un par de oscuras fosas nasales que encontraríamos en el mismo plano contrapicado que obtendríamos si nos dejasen abrir solo un momento los ojos durante nuestro velatorio. Las narices se habrían hecho más hondas y peludas con los años, pero la mirada imperturbable seguiría ahí, cavilando si nos habremos llevado algún secreto a la tumba o si todo está en orden.

La mejor arma de un agente doble es su embaucamiento. Nunca se acercan a nadie por casualidad, aunque esto sea algo que los delate.

Siempre son conocedores de alguna novedad en la que escarbar para conocer algún trapo sucio donde para él y los suyos solo hay una molesta y resplandorosa niebla vespertina. En cuanto vea pasar a alguno de su objetivos querrá tener una conversación que, si el interrogado sabe a lo que se juega, puede llegar a convertirse en una especie de guerra de submarinos en la que lo importante es mantener la calma y revelar la posición de nuestros buques.

El primer indicio de que la persona con la que hablamos pueda ser un miembro de alguno de estos pequeños servicios de inteligencia es su condición de viejo conocido que sale a nuestro paso de un modo brusco, aunque aparentemente amable, para devolvernos un saludo embargado por lustros. La sospecha suele confirmarse con una introducción característica del modelo de interrogatorio, que consiste en una afirmación innegable que nos involucre. Suele tratarse de una observación de lo más evidente y liviana. Un “te has cortado el pelo”, sería un ejemplo típico, aunque en caso de que el agente se vea incapaz de señalar algún cambio reseñable en su víctima, siempre puede agarrarse a un “el otro día te vi pasando por” no sé donde. La razón de estas afirmaciones no es otra que empezar la conversación con un una concesión a su favor para que después no digamos que no somos amigos, un punto en común inapelable que le ayude a fomentar la predisposición a ofrecer explicaciones durante el interrogatorio.

Es importante mostrarse cordial en todo momento y concentrarse en no ofrecer más información que se estemos seguros que ya conozca

La siguiente fase suele consistir en un vaivén de envenenados cumplidos en los que no conviene implicarse. El agente busca de esta manera algún desliz en el temple, una convulsión de nuestro orgullo se haga de notar entre la caricia y el sarpullido y deje al descubierto alguna perla que birlar. Por esta razón es importante mostrarse cordial en todo momento y concentrarse en no ofrecer más información que se estemos seguros que ya conozca.

Una vez soportadas las maniobras iniciales, llega la última final, la de la sorna. Aquí es posible que el agente aluda a la razón por la que esa persona vuelve a nosotros después de años sin dirigirnos la palabra. Indague en el asunto directa o indirectamente, lo recomendable es desviar su atención con comentarios aparentemente triviales pero que alcancen a herir su sensibilidad. Por ejemplo, si el hijo del agente es un mal estudiante, no viene de más comentar que hoy en día la juventud viene muy preparada; si se encuentra soltero siempre se puede hablar estupendamente de su última pareja; y, si no hay nada mejor, siempre se le puede decir que le quedaba mejor el pelo como cuando lo llevaba antes.

No debemos temer por ofenderlo, lo más seguro es que responda con alguna pulla con la misma hipócrita sonrisa con la que nosotros le hemos respondido y todo acabe en una competición de a ver quién aguanta mejor el falso entusiasmo durante un interminable brindis molotov que puede prolongarse hasta que uno de los dos así lo decida.

Por supuesto no es necesario entrar en el juego, uno siempre debe responder con evasivas. Eso sí, es importante que el infiltrado sepa que sabes a lo que está jugando y una buena manera de hacerlo es incidir en el objeto de su ironía. Por ejemplo, el otro día, ya en la parte final de un interrogatorio, un agente poco hábil me hizo una pregunta a la que yo respondí “un par de veces”. “Un par”, repitió él con aire incrédulo, como si la expresión tuviese algo peculiar. “Sí, un par, o a lo mejor un trío de veces”, le contesté, y al tipo se le quitaron las ganas de seguir hablando.

Sin embargo, a pesar de que se les puede neutralizar con facilidad, siempre resulta difícil adivinar qué es lo que les mueve, para quién trabajan, cómo se han enterado de una u otra cosa y qué interés pueden tener determinadas informaciones para ellos. Incluso llega el punto en el que se puede plantear si realmente los agentes dobles son los que se acercan a cotillear o si hay algo más, un infiltrado, un topo dentro de tus círculos de confianza, pero como estas cosas no llevan a ningún lado, decides olvidarlo y llamar a un amigo para proponerle tomar un par de copas. Él, de un modo casi casual, te contesta que “mejor que un par podíamos tomar un trío” y entonces la ironía se vuelve plutonio.

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