Blog | Que parezca un accidente

Una llamada perdida

PARA MI tía, un teléfono móvil es un aparato que sirve para llamar. Solo para llamar. Cualquier otro uso que se le pueda dar a esa pequeña pieza de plástico, fibra de vidrio y coltán forma parte de alguna suerte de ciencia maligna a la que prefiere no hacer concesiones. Que por algo insistía Calvino en que el diablo también tiene sus milagros.

Cuando nos encontramos, casi siempre de modo fortuito, suele pedirme que revise su registro de llamadas y la informe de quién ha querido ponerse en contacto con ella. Porque una cosa es saber llamar y otra muy distinta es saber utlizar el teléfono. No hay una sola función elemental que sea de su incumbencia, aunque todas lo sean. Y mucho menos la de acceder a algo tan mundano como la lista de llamadas perdidas.

En realidad hoy en día da igual. Una llamada perdida es solo un intento fallido. Algo por terminar. Un puente recorrido hasta la mitad. Su solución es sencilla y no significa más que lo que significa. Hubo un tiempo, sin embargo, en que una llamada perdida lo representaba todo. Era suficiente para expresar cualquier cosa. Una llamada perdida era la articulación mínima y a la vez más precisa de todo un lenguaje universal. Como para no saber encontrarlas en el móvil.

Nunca una despedida o una disculpa han sido tan completas, tan elocuentes, tan perfectas y parecidas a su forma ideal 


A los más jóvenes, criados entre tarifas planas y aplicaciones de chat, esto les sonará un tanto extraño, pero hasta hace no mucho comunicarse con otra persona a través de un teléfono móvil costaba un potosí. Si te despistabas te cobraban con solo sacarlo del bolsillo. Actualmente uno puede decir lo que dice sin reparar en gastos, con todo lujo de detalles. Para eso están, por ejemplo, las redes sociales. Una libertad para el despilfarro verbal que suele cristalizar en inconcreción y provocar que al final todo el mundo diga lo que dice sin decir lo que en realidad quiere decir. La situación, hace quince años, era la contraria. O llamabas intentando no excederte del minuto o concentrabas todas tus filias y tus fobias en un SMS con la esperanza de no iniciar un diálogo que supusiese tu ruina. Y como a la fuerza ahorcan, surgió la bendita llamada perdida.

Con una llamada perdida eras capaz de decirlo todo. Nunca una despedida o una disculpa han sido tan completas, tan elocuentes, tan perfectas y parecidas a su forma ideal como las expresadas a través de una llamada perdida. Aquello era exactamente lo que querías oír. Qué bien te conocía la persona que estaba al otro lado del teléfono. En el momento adecuado marcaba tu número, dejaba que sonase un tono, y entonces colgaba. Lo que fuese que estaba diciendo con aquella llamada, no se podía decir mejor.

Una llamada perdida contenía todas las palabras adecuadas. Tanto para el que la hacía, que acababa de firmar el mejor de los discursos, como para el que la recibía, que escuchaba justo aquello que necesitaba escuchar. Servía para dar los buenos días y despedirse por las noches, justo antes de dormir. Significaba «te quiero» y a la vez «yo a ti también». Era suficiente para decir «baja, que ya estoy en tu portal» o «estoy saliendo hacia ahí». Se traducía como «llámame tú, que yo no puedo» cuando te quedabas sin saldo en el teléfono. A veces incluso se armaban conversaciones enteras a base de llamadas perdidas. Comenzaban por un «perdóname» que no encontraba respuesta. Continuaban con una segunda llamada: «Perdóname, por favor». Y por fin, la llamada perdida de vuelta: «Eres el de siempre pero está bien, te perdono». Y volvía a triunfar el amor. Estas cosas con WhatsApp no suceden. De tanto hablar, uno siempre acaba metiendo la pata. Cuántas llamadas perdidas solucionaron lo que hoy habría terminado en separación.

«Ya hemos llegado, estamos bien». «¿Vas a tardar mucho? Llevo un rato esperándote». «Ahora mismo estoy pensando en ti». «No te olvides de comprar el pan». «Acabo de pasar por delante y tenías razón, era Marcos». Cada llamada perdida significaba una cosa totalmente diferente a pesar de que todas y cada una de esas veces sonaba exactamente igual. Un solo continente para un sinfín de contenidos. El punto que contiene todos los puntos. Un Aleph al alcance de nuestra oreja. Si Aristóteles designó la palabra como la unidad mínima del habla fue porque no conocía las llamadas perdidas.

Todo su potencial, en cualquier caso, se desarrollaba a la hora de flirtear. Podías pasarte horas realizando y recibiendo llamadas perdidas. Estrechando el círculo hasta que no quedaba más remedio que pasar a la acción. Y en ocasiones, cuando el contexto acompañaba, incluso bastaba con una sola llamada perdida o dos. Recuerdo que una vez, con dieciocho años, me pasé todo un concierto ligando con una chica. Al terminar me dijo que estaría con unas amigas tomando algo en un conocido local de la ciudad. Intercambiamos nuestros teléfonos y se marchó. De allí a una hora me hizo una llamada perdida. Estaba clarísimo. No tenía por qué haberme dicho a dónde iba pero me lo había dicho. Y además me había hecho una perdida de esas que suenan a «ven». Salí corriendo hacia aquel bar y al llegar me apoyé en la barra, la saludé y sonreí. Ella me devolvió el saludo y, exagerando una pronunciación sorda para que pudiese leerle los labios, dijo encogiendo los hombros: «¿Qué haces aquí?».

Se había confundido de número. Dichosas llamadas perdidas.

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