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Vivir en una isla

SI EL OBSERVADOR pudiese aislar ese trocito de tierra, ese solar en potencia, esa casa con huerta, y hacer una fotografía, podría pensar que la imagen corresponde a una propiedad perdida enPonte Caldelas. O en Forcarei. O en Marín. Porque Pontevedra no entiende de rascacielos, pero tampoco de huertas urbanas, sobre todo si esas huertas tienen dos detalles únicos: un mirador en lo alto desde el que contemplar el trabajo con el azadón, surco aquí, surco allá; y dos viales, un camino y una rotonda que asedian la casa como si fuese el fuerte de El Álamo. Esto, señores, es lo más parecido a vivir en una isla que van a encontrar en Pontevedra.

O quizás no. Quizás esos viales que rodean, que podrían ser el mar, llevan a engaño. Quién sabe. Por eso lo mejor para salir de dudas es preguntar a la persona que habita la isla. Si se les ha ocurrido catalogarla como la Robinson Crusoe de A Parda, vayan olvidándose. Aquí, de soledad nada de nada.

A Lola Muíños, hoy, miércoles, cuatro de la tarde, acaba de cortarle el pelo una de sus cuatro nietas. Se preocupa, coqueta, por si a la chica se le ha ido la mano con la tijera, pero lo cierto es que no aparenta los 80 años que tiene. Ni en ese momento ni cuando cualquier persona que enfila la calle Conde Bugallal la ve plantando patatas o arrancando las malas hierbas. ''Pongo patatas porque es lo que menos trabajo da, pero también hay judías, pepinos y pimientos de Padrón'', dice señalando la huerta, en medio de una gira turística por la propiedad que la convierte por momentos en una especie de vendedora inmobiliaria. Aunque sin ganas de vender.

Su historia es curiosa. Llegó a A Parda hace 55 años, cuando aquello era campo. No es una frase hecha. Es literal. Había vides, cuatro casas, un bar y una finca enorme, la de La Abundancia, a donde los vecinos iban a misa porque tenía una capilla. «Por aquí todo eran viñas», recuerda Lola. ''Después llegó Paulino Tilve y empezó a construir los primeros edificios''.

De esa expansión inmobiliaria surgió lo que hoy es la calle Pintor Laxeiro. Los edificios fueron creciendo, cinco y seis plantas y bajo cubierta, y la casa de Lola se convirtió en una reliquia, en el último mohicano. Ahora no solo la asedia el boom urbanístico, sino el edificio de los juzgados y las vías del tren. O lo que es lo mismo: la amenaza de las expropiaciones.

''Hace 18 años nos ofrecieron 58 millones por la casa, pero dijimos que no''. Por si acaso, por si les obligaban a irse, compraron entre todos los miembros de la familia un piso en el edificio de enfrente, por aquello de no moverse de la zona. De momento no ha hecho falta. ''Cuando las administraciones tengan dinero supongo que esta casa dejará de existir''.

En ese caso se irían los recuerdos. Adiós al bajo que se alquila por habitaciones y al piso superior con buhardilla en el que Lola aún reedita sus tiempos de costurera. ''Cosía los trajes de los cadetes de la Escuela Naval y coticé a la Seguridad Social''.

Desde que hace poco murió su marido vive sola, subiendo y bajando escaleras entre esos dos pisos y la huerta. Sus hijos la miman y la tratan como a una reina.

Rafa, el mayor, el conocido animador del Pontevedra junto a su megáfono, mantiene viva la tradición del vermú de los domingos en el cobertizo, a donde acuden en procesión los miembros de la peña ciclista de su padre. «En la mesa siempre hay comida», presume Lola.

En esa imagen no sería raro ver a un puñado de gallinas picoteando a unos pocos metros. Ahora no tienen compañía, pero hasta hace unos diez años por ahí andaba un cerdo despreocupado. Su proceso de crecimiento se seguía con atención, paso a paso, y tenía un punto de no retorno cuando se afilaba el cuchillo y acababa colgado de un gancho. Los peligros de ser animal y comestible. La palmera de una de las esquinas de la huerta, regalada por un familiar cuando era pequeñita y que ahora podría competir con las de un paseo de

Hawai, o el pino que se ve en la fotografía, no han tenido ese problema. Pudieron crecer y lucen hermosos. La palmera, eso sí, tiene un incierto futuro. Porque Lola perderá en breve un pedazo de huerta, la parte en la que asoman las patatas, la más cercana a la calle y a ese público que le roba la intimidad y al que Lola ya se ha acostumbrado, que la saluda o la mira sorprendido mientras posa para el fotógrafo, como la marquesa de A Parda. El dinero de la expropiación ya lo ha recibido, pero de momento no han aparecido las máquinas que convertirán su casa en una isla aún más pequeñita.

Quizás entonces alargue sus temporadas de verano en Montalvo. Porque tampoco conviene llevarse a engaño. Lola tiene vida más allá de su huerta. ''A mí me distrae mucho, pero habría estado bien tener un jardín solo con plantas. Tampoco me gusta coger el sacho y cavar, cavar y cavar. Me encanta ir a la playa, tomar un café con las amigas...''. Y se despide del fotógrafo y de un servidor con la promesa de avisarnos para la prueba de las primeras patatas del año, justo antes de colarnos una docena de huevos en el bolso y ofrecernos unas lonchas de jamón y unos taquitos de queso. Esta Lola... Debía de tener miedo de que pasásemos hambre al salir de la isla, camino de la ciudad.

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