Blog | Que parezca un accidente

Una hostia a tiempo

HACE UNOS meses, mientras me encontraba en un bar aplazando todo el trabajo inaplazable que tenía pendiente, observé cómo uno de los dos hombres que se acodaban a mi lado en la barra extraía de su bolsillo un pequeño pulverizador de colonia e insistía en que el otro se la pusiese. Como es natural cuando uno bebe acompañado, habían invertido las dos últimas horas en armar conversaciones estériles que más tarde justificarían su retraso en el cumplimiento de alguna obligación familiar, por lo que el affaire de la colonia despertó mi atención. Como lo habría hecho cualquier otra anomalía.

El más alto rechazaba el perfume, pero su amigo porfiaba. Quiero pensar que su intención no era otra que obtener alguna clase de veredicto sobre la calidad de la loción, sin embargo su perseverancia era exasperante. Después de mucho insistir y tras varias negativas rotundas, optó por rociar a traición a su acompañante, que se defendía del espray con un movimiento de manos ridículo e inútil, como si buscase el pomo de una puerta en una habitación a oscuras. «¿Lo ves?», repetía el agresor al terminar. «¿Ves lo que te decía?». El alto se puso en pie, apartó el taburete y, desprendiendo una fresca y sugerente fragancia a rosas y jazmín, le pegó un bofetón que lo mandó al suelo.

El guantazo fue impecable. De una factura bellísima. La mano abierta dibujó un arco perfecto en el aire e impactó de lleno en la mejilla de su amigo, que cayó a plomo. Me entraron ganas de alzar una cartulina con mi puntuación: 10. Fue lo más parecido que he visto a lo que imagino que serán los bofetones de Dios.

Caí entonces en la cuenta de que apenas se ven ya tortazos decentes. De que nadie en su sano juicio resuelve hoy en día sus disputas a sopapos, en plena calle, como hombres de bien. La gente se enzarza en discusiones que no acaban nunca o, lo que es peor, que acabaron hace mucho tiempo pero siguen ahí, encasquilladas en la última palabra como una vieja pistola sin dueño. Cualquier cosa menos liarse a trompazos, no vaya alguien a pensar que no somos civilizados. Qué gran error.

¿Se atrevería alguien a tachar de primitivos, por ejemplo, a Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa? La causa no está muy clara, pero cuando ambos se encontraron en el vestíbulo del Teatro Bellas Artes de Ciudad de México el 12 de febrero de 1976 a propósito de la presentación de una película cuyo guión era obra del peruano, éste tumbó a su colega de un puñetazo. Sin mediar palabra. Con un derechazo elegante y cortés, propio de un caballero.

Y qué menos. Precisamente porque vivimos en una comunidad civilizada nadie debería sorprenderse que de que algunas diferencias se zanjen a hostiazo limpio. Entiéndanme. No cabe duda de que una sociedad que soluciona todos sus problemas a golpes es una sociedad primaria. Arcaica. Pero la nuestra no es en absoluto sospechosa de serlo. Vivimos en un mundo desarrollado, moderno, sometido a leyes y pautas de conducta que prevén una reacción para cada acción. Tal vez sea cierto, como apuntó Freud, que el primer humano que insultó a su enemigo en vez de tirarle una piedra fue el fundador de la civilización, pero también considero acertado pensar que después del largo camino recorrido desde entonces, perseverar en el insulto o en la discusión interminable no es propio de seres avanzados. Hay cosas que es mejor despachar de un buen bofetón.

Consideren si no el debate sobre el estado de la nación, arrojado al pueblo esta semana a modo de carnaza. ¿Cuántos años llevamos debatiendo sobre lo mismo y llegando a las mismas conclusiones? Esta vez, además, nuestros representantes se han acusado entre ellos de ser patéticos, soberbios, sinvergüenzas, mentirosos y hasta capos mafiosos, mientras algunos de los encargados de presidir el gallinero se dedicaban a enredar alegremente con su tablet, viendo la vida pasar. Cuánto mejor habría sido evitarnos el bochorno de varios días solventando el asunto en cuestión de minutos a base de mamporros. «Señorías… ¡a luchar!». Y mucho más divertido, oigan.

Algunos de ustedes, los más afortunados, creerán que estoy equivocado y podrán discutir al respecto durante décadas. En ‘Los pilares de la Tierra’ encontrarán un pasaje, justo cuando Tom Builder se encuentra a Ellen y a Jack en el bosque, en el que Ken Follet escribe: «Cualquier imbécil puede tomar parte en una pelea, pero el hombre prudente sabe mantenerse lejos de ellas». En mi opinión, hay que ser muy primitivo para escribir algo así. Si algún día me encuentro con Follet por la calle, le cruzo la cara.

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